Elena Garro

Drácena. Madrid, 2016. 288 páginas, 19,95 €

No sin polémica por la faja que publicitaba el libro (las redes son en ocasiones un aparato de crear conflicto y de obviar lo que de verdad importa), a finales de 2016 se conmemoraba el centenario de Elena Garro (Puebla, 1916 - Cuernavaca, 1998) con la publicación de Reencuentro de personajes. Garro fue una mujer problemática, de vida social provocadora y enojosa que vivió el rechazo de la intelectualidad mexicana, motivo que la obligó a desterrarse, inicialmente en Estados Unidos, más tarde en España y finalmente en Francia. Esta mujer mantuvo una lucha perpetua contra el mundo, seguramente contra sí misma y, sin duda, contra el que fuera su marido, Octavio Paz, centro esencial de su azarosa biografía y con el que se casó muy joven, en 1937, y del que terminó divorciándose veintidós años después.



Reencuentro entre personajes es un libro lleno de odio hacia Paz, según los biógrafos de la autora. Eso lo aprecia cualquiera que se acerque a él e inicie su lectura. El rencor es el punto de partida de una historia que parece haber comenzado antes, en un momento no precisado y desconocido, aunque algunos puntos se van aclarando a medida que avanza el relato.



La atmósfera que se respira en él es opresora, agobiante. "Aquí hay un maleficio", dice Verónica al referirse al apartamento en el que vivirá en París con Frank, y esa es, en efecto, la sensación general que transmite la novela, la de la presencia de un maleficio oscuro y perverso que no se sabe desde cuándo está instalado y cuyo fin se desconoce. Perplejidad, sordidez, desconcierto, turbación, trastorno, opresión, falta de esperanza, son palabras que describen este libro insólito que nace en las tripas y que rezuma bilis en cada página. "No había mañana, su vida había llegado frente a un paredón alto y sin salida", dice el narrador para que no quepa duda, un narrador, por cierto, demasiado presente, también opresivo en su afán de explicarlo todo y de mantener bajo sus garras al lector, al que no le permite alejarse de lo que le tiene preparado. Pero a estas alturas, al lector le irrita tanta fiscalización.



Frank es un personaje degradado moralmente, un hombre violento y ambivalente que hace de la crueldad su seña de identidad. Verónica es su víctima, la que padece el daño, su dureza y ensañamiento. Y los dos (malo y buena) y otros que les acompañan en esta obra de otro tiempo, son personajes de un mundo irreal, como sacados de una película de terror, de una pesadilla o de una novela existencialista perversa. Con el correr de las páginas, el texto cobra tintes policíacos y metaliterarios que lo salvan. Pero sobre todo, lo salva el epílogo de Marta Sanz, de lectura absorbente, que resulta clarificador, que explora otras interpretaciones y que compensa la opresión y la oscuridad de la novela.