Eterna Cadencia

Candaya. Barcelona, 2016. 526 páginas, 20€

Su aparición en la terna de finalistas del Premio Tigre Juan parece una excusa oportuna para rescatar aquí El espectáculo del tiempo, la ambiciosa novela de Juan José Becerra (Buenos Aires, 1965) que ha recibido tan elogiosas, y merecidas, críticas. Hay algo levemente irónico en ese título, dado que, si entendemos espectáculo como pirotecnia, nada hay más alejado de eso que el planteamiento denso, complejo, juguetón pero de un modo exigente, que presenta la novela: una máquina de rebobinar y avanzar en el tiempo, a través de vidas de personajes distintos, de metáforas o signos que encapsulan lo perecedero, de cosas que no mantienen su promesa: "esa calamidad tiene su versión más simple y más cruenta en el hecho de que los chicos crecen", dice un narrador padre en 2005.



Pero los años se acumularán en esta novela: podemos estar en los dos mil o en los noventa o en los ochenta; podemos acudir a 1976, 1979, 1987, 1988 y dedicarles este sintético capítulo: "No sé qué hice"; o bien, podemos irnos hacia atrás en el tiempo, a la Pompeya romana, a esos breves días del XVIII o del XVI en los que la ciudadanía de Londres o Roma abolió el calendario; en definitiva, de la mano de El espectáculo del tiempo podemos acelerar o desacelerar, contar años o segundos perfectamente cronometrados, asistir al desarrollo de un diario (que es el género hecho de tiempo por excelencia), escuchar una voz en un momento que recrea otro momento a través de fotografías, escritura, memoria... E incluso, asistir a las capas de tiempo que un autor acumula sobre un libro hasta que este llega al lector: sus relecturas, sus revisiones, sus dudas, sus zonas de sombra. Cabe de todo (y la aspiración es que quepa TODO) en este libro.



"Espectáculo", dijimos: uno de los acordes constantes de esta novela que a veces parece acumulativa y siempre acaba revelándose relacional es el cine. La primera exploración de un pasado histórico, no estrictamente contemporáneo del narrador (y del autor), está dedicada a los hermanos Lumière y su descubrimiento, del que se habla en estos términos: "una memoria viva de las cosas muertas: eso había inventado". Más adelante, la propiedad de un cine familiar, negocio cada vez más decadente y finalmente extinguido, será otro hilo vertebral, y de él se llegará a decir que era "lo único que parecía existir en el presente". Fácil recordar aquel título de Tarkovsky, Esculpir en el tiempo. Fácil, de hecho, la idea del cine como gran arte del tiempo. Sin embargo, en manos de Becerra, todo esto suena vivo y significativo.



Más hilos, temas, motivos: los fantasmas peronistas (también la historia es tiempo), la familia ("la comedia familiar viajaba contra el tiempo"), un río, un parto, el deseo de una carne extinguida sublimado en las cenizas de ese cadáver (en un pasaje que presenta un curioso pasadizo con una escena del último libro de Selva Almada, El desapego es una manera de querernos)... El sexo y el deseo, sobre todo. Hay mucho sexo en estas páginas, sexo que revela el tiempo en los cuerpos y en las secreciones de esos cuerpos, pero también en la voluntad de registrar esos actos, ya sea con la escritura o con una cámara, o con la memoria.



Y hablando de cine, me tienta establecer una conexión inesperada entre El espectáculo del tiempo y la nueva película de Denis Villenueve, La llegada. Mejor, entre la novela de Becerra y la tesis que sostiene aquella película: la idea de que el lenguaje es el forjador del cerebro, y que un lenguaje capaz de entender el tiempo de un modo no lineal permitiría, de hecho, percibir el tiempo de un modo no lineal. Cuando la novela que nos ocupa se cierra con su único salto al futuro, 2067, queda definitivamente claro que ese lenguaje ya existe y es el de la mejor ficción. Magnífico libro.