Alfaguara. Madrid, 2015. 592 páginas. 22,90 €. Ebook: 10,99 €.

Empecemos con la cita de una autoridad: al interpretar su legendaria parodia de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), Joaquín Reyes se imaginó al escritor liberando a un montón de libros al grito de "¡haced feliz a la gente!". La broma estaba bien vista, porque Pérez-Reverte tiene la vocación y el talento de hacer confluir ‘libros' y ‘gente' sin que eso implique sólo cálculo comercial: ese cálculo está ahí, sin duda, pero no en mayor proporción que un sentido clásico de la responsabilidad respecto de las historias que cuenta y los valores que se desprenden de ellas, o un discurso (algo agarrotado) en torno a la belleza e importancia moral de la lectura. Todo esto implica para el reseñista un campo de discusión mucho más variado e interesante de lo que algunos creen.



"¡Ilustrad a la gente!" es lo que parece exigir a los libros el protagonista de Hombres buenos don Pedro Zárate, almirante y académico de la lengua, madurito interesante. Bajo el reinado de Carlos III, Zárate y su compañero don Hermógenes Molina reciben de la RAE el encargo de viajar a París para adquirir una edición completa de la Encyclopédie de D'Alembert y Diderot. Es una obra prohibida por los inquisidores, pero una mayoría de académicos considera imprescindible incorporarla a la biblioteca de la institución. Dos intrigantes intentarán boicotear esa misión desde el principio: el reaccionario Higueruela, que no quiere saber nada de Luces ni Ilustraciones, y el supuestamente progresista Sánchez Terrón, más interesado en manejar las nuevas ideas como herramienta de prestigio y poder propios que en contribuir a la modernización del país.



A partir de aquí, Pérez-Reverte imagina un viaje en el que se suceden las conversaciones políticas, el galanteo, los cameos de personajes históricos, las revelaciones masónicas o la reconstrucción de un París prerrevolucionario y lluvioso. El contrapunto lo proporcionan unos pasajes contemporáneos en los que el autor desgrana su investigación para escribir la novela: conversaciones con expertos como Carmen Iglesias o el ya casi tan ficticio como real Francisco Rico, consultas de libros y archivos, viajes... Y el suspense, en fin, viene de la mano de un mercenario contratado por Higueruela para desbaratar el viaje.



Pero la verdad es que ese suspense es poco y apenas efectista. Volviendo a Joaquín Reyes, en su sketch el cómico se imaginaba a Pérez-Reverte burlándose de los autores que escriben "sobre su mundo interior: ¡ahí no pasa nada, no hay espadachines, no hay muertes!". Pues bien, tampoco en Hombres buenos abundan los lances, aunque al principio se anuncie un duelo al amanecer. Las intenciones del escritor son, en primer lugar, de orden didáctico: hay muchos pasajes dedicados a poner en orden las ideas que definen el siglo XVIII y las consecuencias de la cerrazón española ante la modernidad. Todo está impecablemente documentado, y cada lector deberá decidir si le es útil o no esa síntesis divulgativa, o si le parece excesivamente profesoral que un personaje llegue a anunciar que no se puede ser sabio "sin haber leído por lo menos una hora al día".



En segundo lugar, y aquí crece el interés, toda la novela apela explícitamente al presente: del bipartidismo a las precarias posibilidades de éxito del reformismo, del lamento por un insuficiente sentido de la solidaridad entre españoles a la demanda de un espíritu aperturista y conciliador, el discurso del autor se sitúa en el territorio del consenso popular actual sobre el estado de la nación y de sus dirigentes. Esa síntesis histórica entre el XVIII y el ahora lleva a la novela a ‘sobreactualizar' alguna vez el pasado o a esquematizar otras el presente, pero también confirma que la literatura que practica Pérez-Reverte trata de mantener más de un equilibrio nada ingenuo ni falto de interés.



Equilibrios entre el espíritu de raíz artesanal o folletinesca y la hechura industrial; entre la interpretación del presente y el ejercicio de recreación histórica; entre un discurso cívico-reformista y una forma narrativa comercial-conservadora; entre el autor que anuncia su voluntad de "desaparecer discretamente" para dejar al lector a solas con el texto y el narrador que subraya reiteradamente las líneas maestras de ese mismo texto con algo muy parecido al paternalismo... Son equilibrios atractivos que se acaban cobrando algún peaje. Sobre todo en el estilo, que a veces tiene gracia pero que está salpicado de pinceladas kitsch (esa "carcajada tétrica", ese "tintineo argentino", esas acotaciones al diálogo...); también en la construcción de personajes, epidérmicos y ya casi autorreferenciales en la trayectoria de Pérez-Reverte. A Hombres buenos, que no es ninguna tontería, le faltan o radicalidad y densidad por arriba o peripecia carismática por abajo. Si es que hay arriba y abajo, claro.