Javier García Sánchez. Foto: Antonio Heredia

Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2014. 620 páginas, 22'90 euros

La biografía literaria de Javier García Sánchez (Barcelona, 1955) es la de un escritor de raza: se estrenó como autor de poemas y después fue publicando ensayos, artículos, relatos, novelas... Más de una treintena de títulos inteligentes, de escritura ambiciosa y exigente, certifican que, en su caso, el estilo es mucho más que una cuestión formal.



Desde luego en su nueva novela, La casa de mi padre, es forma y fondo, divertimento del autor y propuesta de contumacia y paciencia para los lectores que se acerquen a ella, porque no lo pone fácil, y las reacciones serán encontradas, sin duda. La razón no está en las más de 600 páginas por las que se extiende el asunto del que se nutre la trama, que es el siguiente: Serafín Burón Villegas, último representante de una familia de Hiseda, harto del síncope de la gran ciudad, decide instalarse en su pueblo para dedicarse a una tesis doctoral, con tan mala fortuna que pronto se verá perturbada su tranquilidad por la amenaza de la construcción de la autovía Norte-Centro, que pasará justo sobre la Casona que heredó de su padre y que es lo único que tiene. Él, culto y leído, y más bien proclive a esconder la cabeza bajo el ala, se resiste "a la demolición de un tiempo y un lugar" y se ve impelido convirtirse "en el héroe que nunca soñó que sería".



Así que de eso trata esta historia: de cómo Serafín "pasó de pusilánime a héroe" en medio de esa fauna que constituye el tejido humano de Hiseda, verdadero protagonista del minucioso, en exceso descriptivo y no menos digresivo discurso que el (autor) narrador sostiene, con el escudo de la ironía y la baza de una mal disimulada ternura crítica, dirigida hacia ese escenario rural al que le brinda esta fábula "disparatada en grado sumo". Desde esa posición, se erige en cronista implicado en la faena de levantar acta de su "veracidad moral", justificando la demora con la que afronta los hechos narrados y la exasperación del lector, que se impacienta ante esa verborrea imparable de la que no se adivina el fin al estar "contada como son las cosas de la vida". Cierto todo ello, pues tanto es cualidad como es defecto todo lo dicho, como lo es el ingenio y la brillantez de una prosa extraordinaria al servicio de una acción que no acaba de desatarse. Cierto también que La casa del padre no es lo mejor de su autor, pero sí un ejercicio ambicioso que renueva las credenciales de un excelente autor.