Javir Marías. Foto: Alberto Di Lolli

Alfaguara, 2014. 600 páginas. 21'50 euros. Ebook: 9'49 e.

La reseña de un autor como Javier Marías (Madrid, 1951), cuya literatura y estatus provocan siempre posicionamientos extremos, requiere de un marco previo. Como lector de Marías, no me sitúo ni en el entusiasmo incondicional (salvo en varios casos, como el de Corazón tan blanco) ni en su opuesto (a menos que hablemos de Los enamoramientos, que tan innecesaria me parece). Así ustedes saben desde dónde hablo: aunque me gustan los temas y las referencias que han forjado al escritor, aunque creo en el período largo y nunca me aburrió Benet, sólo "conecto" (no me parece mal utilizar aquí esta expresión un poco casual) con la literatura de Marías a trechos. Pero sé distinguir, me parece, altos y bajos entre sus novelas y dentro de cada una de ellas. Y diría que Así empieza lo malo vuelve a caer del lado menos logrado.



Así empieza lo malo, título nuevamente shakesperiano aunque les resulte muy divertido a los más cachondos, es una novela que empieza siendo la historia de un joven ("el joven De Vere") que observa la intimidad de un matrimonio: el del cineasta Eduardo Muriel, que lo ha contratado como asistente, y su esposa Beatriz Noguera. Muriel afronta el elegante declive de su carrera, Beatriz es una mujer de cuerpo rotundo y atractivo con un temperamento depresivo. Se trata de una pareja desgraciada cuyo pasado parece ocultar algo que sin duda ocurrió y no puede borrarse, y sin embargo nunca emerge públicamente. Lo mismo le ocurre a otras muchas vidas de este país a principios de los ochenta, cuando la Transición ha dictado el peaje del silencio, y también eso está presente en el libro, abriendo el plano para tejer conexiones y analogías entre todas las formas en que se relacionan un hecho, la memoria, su relato o el paso del tiempo, en la intimidad y en la historia. A su modo, Así empieza lo malo también es un libro sobre una investigación doble, y en él De Vere ejerce el papel de investigador: improvisado entonces, cuando todo ocurrió, y metódico ahora, cuando lo cuenta porque tiene buenas razones, y personales, para hacerlo.



Si una reseña fuera un diario de lectura, y por qué no, explicaría que con Así empieza lo malo me ocurrió lo siguiente: he ahí otra primera frase cuidadísima de Marías, otro arranque con vocación de perdurabilidad, en este caso una frase entre el cuento tradicional infantil (cierta indeterminación temporal) y el ritual (una vida acaba siendo "cenizas" en la memoria). Sucede que una frase al azar, tal vez dos o tres, pueden sonar banales en Marías, algo anecdóticas y obvias en el fondo, y eso me sucede en los primeros compases del libro, tal vez sólo en la primera página; sin embargo, muy pronto la prosa reiterativa del autor logra arrastrarme, con esa extraña cualidad que atesora, al mismo tiempo enérgica y como surgida en duermevela. Y se va creando un sentido o una atmósfera que no sólo resiste a los caprichos estilísticos, a veces desconcertantes o simplemente feos (¿"no es factible no entender lo que en otra época no se entendía una vez que se ha entendido"? Ay), sino que incluso los exige. Durante las ciento cincuenta primeras páginas (aproximadamente: el lector no es un descuartizador), la novela me interesa muchísimo, me interpela directamente: la mirada del narrador sobre el matrimonio va construyendo una pieza de música de cámara, una "historia tenue", intrigante y en claroscuro. Hay una escena de noche, frente a la puerta de un dormitorio, que constituye un momento literariamente notable, el punto más alto del libro. Este primer tercio de la novela enuncia cosas exactas sobre el engaño y el deseo, y les da vida.



Pero después, las ramificaciones de esa historia susurrada y de interior son decepcionantes, diría incluso que fáciles. Los secundarios carecen de interés, incluido ese profesor Rico ya demasiado reincidente; la prosa pierde intensidad en largos diálogos rutinarios y excesivamente explicativos; la trama se desperdicia en giros poco imaginativos. No es tanto un problema de pérdida de fuelle como de monotonía, no tanto de aburrimiento como de decepción. Sólo cuando retorna al tono privado y algo soñado, o rememorado o fantasmal, de la relación entre el cuerpo maduro de Beatriz y la mirada del narrador, logra Marías recuperarme como lector. Pero en conjunto, el sentido y la atmósfera se han roto y lo que es obvio o anecdótico ha vuelto a revelarse como tal. Las cenizas no han volado pero han quedado sepultadas.