Ginés Sánchez. Foto: Kote Rodrigo

Premio Tusquets. Tusquets, 2013. 301 pp. 18 euros. Ebook: 11'39 e.

Una grata y casi insólita sorpresa es la primera impresión que produce el libro que ha obtenido el Premio Tusquets de novela. Cuando los concursos más conocidos (incluso aquellos que en tiempos mejores apostaron por la novedad o el descubrimiento de autores como el Biblioteca Breve o el Nadal) se empecinan en elegir obras convencionales y de marcado carácter comercial, Los gatos pardos, de Ginés Sánchez (Murcia, 1967), constituye un envite a favor de una escritura arriesgada. El reto del autor consiste no en ninguna ruptura radical con la tradición sino en el modo novedoso de plantear un asunto al que se le pueden encontrar antecedentes. Este tal vez sea el planteamiento básico del escritor, pues su otra única novela, Lobisón (2012), se ancla con claridad en esa línea: coge un repetido motivo folclórico, el hombre lobo, y le da encarnadura actual.



También en Los gatos pardos existen vínculos con el pasado, aunque no sean tan claros. Entronca, por un lado, con el drama rural por cuanto aborda comportamientos humanos extremos en un medio físico que los permite, si no los propicia. Por otro, el aire espectral del espacio básico de la novela, la tierra natal del autor, recuerda la imagen visionaria que el hoy olvidado José María Castillo Navarro dio varias veces de esa misma geografía aplanada real y simbólicamente por el sol, seca y desértica, víctima del clima.

Estos hipotéticos precedentes nada restan, sin embargo, a la intensa originalidad de Los gatos pardos, que afecta ante todo a su composición. En realidad, no es una novela unitaria y lograr este sentido obliga al autor a establecer forzadas relaciones entre las tres historias independientes. A pesar de ciertos nexos entre ellas y de un capitulillo final a modo de colofón, podrían haberse publicado como novelas cortas sueltas. Se habría perdido un cierto carácter simbólico del conjunto, pero cada pieza no sufriría deterioro. La primera refiere un ajuste de cuentas encargado por un señorito feudal mafioso. La siguiente relata un episodio de vandalismo juvenil enlazado con el traumático acceso a la experiencia de una chica rebelde. La última se centra en un asesino en serie, un psicópata aficionado a jugarse la vida. Coinciden en ellas algunos personajes, acaso de forma algo artificiosa, y comparten la misma fecha del suceso principal, la de la gran fiesta pagana del solsticio de verano, el 24 de junio.



Tres historias tan disímiles funcionan como anécdotas que remiten a la plasmación de los peores instintos de nuestra especie. Los diversos argumentos recopilan situaciones de un salvajismo extremo. La violencia en grado sumo aparece unas cuantas veces. Las pasiones dañinas surgen a cada paso. Se encuentran frecuentes hechos en sí mismos estremecedores, que producen escalofríos por la habilidad del autor para mostrarlos. Los personajes llegan a encarnar la maldad en estado puro. En suma, Ginés Sánchez traza uno de los panoramas más negros de la condición humana que quepa imaginar. Solamente unas pocas notas sueltas de ternura, apuntes ocasionales del desvalimiento y alguna anotación poemática atenúan semejante visión del mundo.



Este feroz retrato de un naturalismo simbolista con trazos visionarios se sostiene en los elementos de una novela tradicional: un puñado de figuras de poderosa individualidad, unas anécdotas ideadas con vigorosa imaginación más ambientes y escenarios recreados con gran plasticidad. Todo ello se trasmite con un curioso ejercicio de estilo basado en un fraseo lacónico, en un ritmo narrativo conversacional y en diálogos muy flexibles. Aunque no sea una novela de lectura fácil, compensa de sobra el esfuerzo asistir a la áspera recreación de un mundo tan temible y con ello conocer a este nuevo autor cargado de futuro.