Jorge Edwards. Foto: Ernesto Caparrós

Lumen, 168 páginas. 16'90 e.

Esta deliciosa novela del chileno Jorge Edwards (1931) va más allá de lo que su título indica. Las citas que introducen el libro pueden darnos alguna clave de lo que se propone. El género novela, para algunos que intentaron nuevas fórmulas, ha retornado a la tradición realista y sicológica. En este sentido, pueden apreciarse algunas concomitancias entre la última novela de Vargas Llosa y El descubrimiento de la pintura.



Narrada en forma de falsa autobiografía, en primera persona, trata, sin embargo, de ofrecernos la figura de un pariente, aficionado a la pintura, que rechazará influencia alguna, realizando su obra alejada de cualquier tradición. Se inicia el relato con la impresión que le causa al relator la contemplación de uno de sus cuadros que ya posee: "es un placer mezclado ya que la vaga belleza de la pintura [...] se une a la sensación de la compañía de Fofo, de su fantasma amable". Pero estas líneas casi melancólicas son una excepción en un relato vibrante.



El mundo de Jorge Rengifonfo Mira o Fofo se sustenta con un sentido amor a la música y a la pintura, que cultiva los domingos, porque su trabajo cotidiano está muy lejos de cualquier medio artístico. El objeto de la narración es trazar desde el retrato la evolución de un personaje que atraviesa la vida del narrador casi al tiempo de su nacimiento. El mecanismo narrativo es delicado y permite adentrarse en diversos ambientes. El relato se mueve en el ambiente costumbrista de un Santiago de Chile casi intemporal. Lo que lo justifica es el retrato, no exento de humor, de este personaje (e indirectamente del propio narrador) y de su desmedida afición a la pintura, que le conducirá hasta la muerte. Casualmente el protagonista conocerá a Caridad Casares, viuda acaudalada con la que el aficionado a la pintura acabará contrayendo matrimonio. Ella le facilitará un viaje a Europa que acabará situándolo frente a lo que siempre quiso evitar: los grandes maestros. En El Prado, por ejemplo, se desmaya ante la visión de Las Meninas. Una vez muerto, más anecdótica resultará la historia del cuadro que abre el relato. No es fácil, pese al Quijote, escribir sorteando esta fina línea que definimos como humor. Pero Edwards lo consigue sin abandonar el cauce de las formas tradicionales.