Edna O'brien. Foto: Kristin Tilloson

Traducción: Regina López Muñoz. Errata Naturae. Barcelona, 2013. 304 paginas. 19'90 euros

Edna O'Brien (Tuamgraney, 1932) no ha recibido la atención del mercado editorial español: que yo sepa, circula una traducción de su biografía de Byron y otra de su hermosa pieza Noche, una especie de derivación joyciana tan elegante como, en cierto modo, feroz. Poco más. Y sin embargo, O'Brien es un clásico vivo de la literatura irlandesa. Por eso es tan buena noticia que Errata Naturae anuncie la publicación de parte de su obra, y más aún que empiece por su primera novela Las chicas del campo (1960), un libro catárquico en su concepción, cautivador en su estilo, y escandaloso en su momento.



O'Brien concibió Las chicas del campo en pocas semanas, "sin parar de llorar", recién llegada a Londres desde su Irlanda natal. Si hay que creer a la autora, en ese momento su formación literaria no era remarcable (aunque conocía bien a Joyce, citado en el libro); ¿sería una ingenuidad especular con la idea de que esa limitación pudo jugar a favor del tono que ofrece Las chicas del campo? Probablemente, pero es que este parece un libro escrito, por así decirlo, sin red, lo que no se traduce en impudor ni exhibicionismo. Eso sí, por mucha melancolía genuina y sinceridad sin trampantojo que la joven escritora volcara sobre el papel, aquí hay sabiduría narrativa. Es muy sutil y elaborada esta primera persona urdida por O'Brien para explicar el largo camino de la infancia a la decepción.



Caithleen, protagonista y narradora, es una adolescente que vive en un paisaje rural arquetípicamente irlandés de los años cincuenta. Resuenan al fondo historias de soldados ingleses y, algo más cerca, mugidos de vacas parturientas. La estratificación social asoma cruelmente pese al efecto igualador del catolicismo: la familia de Caithleen está lejos de ser ejemplar, y eso lo sabe todo el pueblo. Su padre bebe demasiado, su madre fue bella pero hoy ya sólo es resistente. No tienen dinero, las deudas acechan, y las cosas no van a mejorar para nuestra chica del campo. Pronto, la vida la va a dejar muy sola. Tendrá, eso sí, una amiga, la muy estirada y repelente Baba, que tal vez, a fin de cuentas, no sea tan repelente. Y obtendrá una beca para estudiar en un internado de severas monjas católicas, frías como posaderas sobre silla pontificial.



Más adelante, Caithleen se traslada a Dublín, acompañada por Baba, para trabajar en una tiendecita de barrio. Allí siente que "había escapado por fin de los sonidos tristes", aunque se acentuará algo ya intuido antes: la doble moral de los varones a la caza de jovencitas, el sexo como algo que debería ser bello y cercano y sin embargo resulta opaco y mucilaginoso. Cuando la novela, que aparenta no tener más estructura que la de la memoria, parece precipitarse hacia un final que consista en una pérdida de la inocencia aceptablemente satisfactoria, hace acto de presencia una desolación: nadie cede su inocencia, sino que nos la arrebatan.



Esta novela que fluye como las aguas del Shannon (ya sé, ha sido facilón, pero hay verdad en ello) se sostiene en el estilo de O'Brien, que puede intuirse en la traducción de Regina López. Su voz permite al lector vivir cada instante, y cada pérdida, de la mano de Caithleen, tanto la que experimenta como la que recuerda. La primera mitad del libro es poderosamente evocadora, la llegada a Dublín adquiere un dinamismo jovial y amenazante a un tiempo, y la tristeza final es inapelable. Todo ello, mediante una aparente sencillez muy habilidosa: cada personaje es fascinante y los detalles (un anillo, una boñiga campestre o el chaleco de un petimetre) merecen una mirada precisa pero no enteramente desvelada.



Antes he hablado de escándalo: Las chicas del campo, en efecto, fue acogida con horror por la misma sociedad que retrata. La causa es la larga sombra del sexo sobre la novela, tema tratado no sólo con lucidez sociológica, sino sobre todo literaria: pocas veces he visto tan bien descrito el primer encontronazo de una chica con los genitales masculinos. Por los demás, todos sentimos la tentación de encontrar mil pruebas de ‘irlandicidad' en los libros de un autor irlandés, y O'Brien nos lo pone fácil: es posible detectar tanto su linaje joyciano como su ascendencia sobre, digamos, Tóibín. Y aquí están la dulzura, la melancolía, la humedad, los prados. Se cantan las mismas canciones que suenan en El hombre tranquilo. Uno diría, incluso, que en esta novela nieva sobre todos los vivos y los muertos. O más bien, llueve.