Traducción de Kiko Amat y J. E. Rodríguez. Acuarela, 2013. 320 páginas. 17'90 euros



Harry Crews (Bacon County, 1935- Florida, 2012) fue un duro sin pose: nació en un triste rincón de Georgia, perdió a su padre a los pocos meses de nacer, tuvo una infancia enfermiza y una adolescencia no exenta de escarceos sexuales resueltos sobre un charco de culpa; luego fue marine en Corea, practicó karate, se tatuó una calavera con un verso de E.E. Cummings, perdió un hijo, trabajó como profesor y escribió una veintena de libros. Es un escritor de culto querido por miles de lectores pero poco citado en manuales, inencontrable en la tienda Kindle de Amazon (excelente metonimia del Mercado Que Nos Viene) y, hasta hace poco, inédito en castellano. Al fin, Acuarela & A. Machado publicaron primero la muy burra Cuerpo y ahora El cantante de gospel, que supuso el debut de Crews en 1968 y es una magnífica novela de poso impregnante.



El paisaje es el Sur, esa desolación. En un pueblo llamado Enigma, tomado por resollantes cerdos y sus ignorantes criadores, confluyen las siguientes circunstancias: 1. La guapa oficial, MaryBell Carter, ha sido supuestamente violada y asesinada por un negro, siendo lo segundo especialmente grave a ojos de sus vecinos, puesto que "después de que un negro la violara, seguro que cualquiera se la podía haber tirado"; 2. Vuelve a casa de visita el Cantante de Gospel, hijo a la fuga de Enigma, hombre de voz tocada por Dios que recorre el país convirtiendo al incrédulo en ferviente hombre de fe y a cualquier virgen en casquivana; 3. También llega a la población un circo de freaks dirigido por un enano de pie colosal que sigue al Cantante de Gospel dondequiera que vaya, por negocio y por destino.



Es difícil comentar El cantante de gospel sin aludir al prólogo de Kiko Amat, que da en todas las dianas que Crews y la novela ofrecen al lector. Amat se muestra dicharachero y espídico, pero sobre todo entusiasta. Le ofrece al libro lo que merece: autenticidad y pasión. Por eso, les recomendaría ir corriendo a leer ese prólogo, pero resulta que lo primero que hace Amat es pedirle al lector que antes lea la novela; de modo que, en realidad, lo que debería recomendarles es leer El cantante de gospel, luego leer a Amat, y luego leerme a mí. El problema de esta cadena alimentaria tan razonable es que, leídos Crews y Amat, yo ya no pinto nada. Puedo, al menos, decir esto: cuando les pregunten por qué leer literatura es tan importante, recuerden el agradecimiento febril de Amat al escribir que la verdad de Harry Crews es "una cosa fiera y emocional".



Para no repetir nada de lo que deja clarísimo Amat (sobre las "mentiras verdaderas", el estilo, la huida o la culpa), sólo diré que, aunque es dura, triste y agotadora, y aunque tiene un final psicótico típicamente sureño, El cantante de gospel no me parece una novela desesperanzada. La mirada que Crews dirige a sus criaturas es digna y compasiva, además de muy divertida. Puede que Dios sea un "enorme gato negro" cruzándose en el camino del hombre, pero este escritor, Harry Crews, no es un dios ni cree serlo; es un hombre. La verdad del libro nace de esa mirada en pie de igualdad, así como del juego de espejos entre el protagonista y el autor: ambos huyeron de su primer hogar, pero el Cantante de Gospel lo hizo cabalgando un don que sentía impuesto, mientras que Crews, también talentoso, se empeñó genuinamente en ser escritor. Fatalidad frente a libertad, aunque a veces se parezcan. El cantante de gospel comienza con una condena: "Enigma, en el estado de Georgia, era una calle sin salida". Puede que esta sentencia recaiga sobre todos nosotros, también sobre Crews. Pero, por si acaso, luchemos.