Juan Francisco Ferré. Foto: Domènec Umbert

Premio Herralde. Anagrama, 2012. 529 pp. 24'90 e. Ebook: 18'99 e.



Esta novela de Juan Francisco Ferré (Málaga, 1962), galardonada con el premio Anagrama, ofrece, corregidas y aumentadas, las características que han hecho del autor, tras cuatro novelas, un caso peculiar entre nuestros narradores. Porque Ferré parte de planteamientos propios de la novela de denuncia -elección de historias y temas actuales, abultamiento de toda clase de perversiones éticas, atención reiterada a las más crudas desigualdades sociales y a la opresión de los poderes que limitan la libertad individual-, pero prefiere sustituir la acción por la reflexión. Una prosa de largos períodos, impecablemente construida aunque a veces deje al descubierto sus artificios retóricos -véase la página 281 de Karnaval, entre otras muchas-, sirve de vehículo al desarrollo minucioso y pausado de teorías, análisis y especulaciones que acompañan cada episodio de la historia hasta transmitir, desde múltiples perspectivas, una visión acre y negativa del mundo -convertido, en efecto, en un grotesco carnaval- y de la esencia del ser humano.



Aquí, el punto de partida es un suceso real: el escándalo provocado en 2011 por el comportamiento del presidente del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss-Kahn, con una camarera del hotel neoyorquino en que se alojaba. Como la historia es sobradamente conocida gracias a los datos proporcionados por los medios de comunicación, no se trata de contarla linealmente, sino, por así decirlo, de merodear en torno a ella con discursos diferentes, muchos de marcada naturaleza paródica, que incluyen escenas del personaje -convertido en DK- en el piso de Nueva York, a la espera del trabajo de sus abogados, supuestas y extensas cartas del acusado a distintas personalidades de relieve (Sarkozy, Obama, el Papa Ratzinger, Bill Gates, etc), episodios grotescos, como el de la fiesta en el apartamento o el del exorcismo -con la caricatura esperpéntica del padre Petroni- y hasta la transcripción de un documental con testimonios de numerosos creadores y pensadores, desde Philip Roth, Sollers o Houellebecq hasta Chomsky, Julia Kristeva o Harold Bloom, todos ellos con sus estilos bien marcados gracias a la práctica -casi cervantina- de una heteroglosia que el autor, habilísimo creador de textos apócrifos, maneja con maestría.



El resultado de todo ello es la denuncia de un mundo en el que "los nuevos dictadores económicos" han decidido "que una moneda y sus corruptos valores financieros son las deidades a las que hay que sacralizar mediante el sacrificio de los pueblos" (p. 359). La uniformidad ha anulado cualquier proceso realmente creativo y "hay una unívoca forma de vida, monótona y sin gratificación auténtica, y un modelo cultural impuesto a imitación de los modelos y creencias del modelo económico dominante" (p. 136). La manipulación de vidas y conciencias es de tal magnitud que sus mismos impulsores pueden crear estados de rebeldía programados, como en las manifestaciones populares contra la crisis económica, y sólo es posible la esperanza en la tecnogénesis, que permitiría un renacimiento de la especie humana, una metamorfosis gracias a la cual "los humanos pasaremos a gestionar la realidad como si fuéramos máquinas […] con el fin de excluir para siempre el error y la aberración en los resultados cuantificables" (p. 326).



La densidad intelectual de Karnaval, oscilante entre el ensayo y el ocasional esperpento, convierte el adentramiento en esta obra en una tarea apasionante, aunque sólo apta para lectores expertos. Aun conservando esos componentes reflexivos que dominan sobre los más convencionalmente novelescos y que constituyen una especie de marca de la casa, haría bien el autor, que se muestra extraordinariamente dotado para la escritura, en podar la frondosidad de su discurso, a menudo innecesariamente prolijo, con la seguridad de que los resultados no serían menos eficaces; y encontraría, sin duda, más lectores dispuestos a dejarse arrebatar por el vendaval de ideas y figuraciones que invade sus páginas; a disfrutar, pues, de su buena literatura, que no debe ser un paraíso cerrado para muchos.



Palabra de autor

- ¿Cómo se le ocurrió transformar a Strauss-Kahn en un indignado más?

- No es un indignado más. Es un indignado excepcional. Un revolucionario quijotesco que ataca las bases del Leviatán financiero y político cuyas entrañas conoce mejor que nadie. Y denuncia con crudeza la putrefacción que otros ignoran por miedo o silencian por interés. Al asociar a este personaje excéntrico con los movimientos de indignación global se produce una conexión irónica entre mundos incompatibles, desconectados en la realidad y en el pensamiento. La literatura que me interesa sirve para propiciar estas uniones ilícitas y extraer el máximo provecho creativo de su descendencia monstruosa.



- ¿Qué puede hoy la literatura contra los mercados, la prima de riesgo y el miedo?

- Lo puede todo, si creemos aún en la eficacia simbólica de nuestros gestos y no solo en la real. Para empezar, la literatura puede reírse a carcajadas y evitar así que las víctimas del tinglado encima se depriman con lo que les está pasando. Los mercados, la prima de riesgo, las deudas soberanas y demás entelequias económicas que nos oprimen y acosan, como la ley hipotecaria, esa pesadilla cotidiana, no son más que los barrotes de la cárcel en que nos hemos resignado a vivir a falta de mejores alternativas. La literatura ofrece al menos una perspectiva crítica sobre toda esta comedia, una invitación a burlarse de las mentiras y los insultos a la inteligencia que preservan a diario la farsa siniestra en que vivimos instalados por pereza mental. Lo mejor de Karnaval es que se atreve a tratar a estas entelequias reverenciadas por los agentes del sistema con crueldad sádica, como solo sabe hacerlo una novela, para desnudarlas como imposturas y ficciones ante el lector cómplice.



- Sigue tan literaria y políticamente incorrecto como siempre: ¿No cree que los del 15M pueden ofenderse por insinuar que su movimiento tiene mucho de rebelión programada?

- Mi novela es un ejercicio de provocación en múltiples sentidos. Coincido con Sloterdijk cuando dice que "solo a través de la provocación surgen posibilidades de no seguir desmoralizándose". No creo, por tanto, que los indignados tengan razones para sentirse más "ofendidos" que los banqueros, los partidos políticos, los directivos de grandes corporaciones, los tecnócratas de Bruselas, el FBI, el FMI, Microsoft, el Vaticano, el BCE, los jueces o Apple, entre muchos otros objetivos de la ironía terrorista de mi personaje. La indignación es una energía explosiva que se expresa en la novela a través de la figura indigna de un apestado, un libertino condenado al infierno mediático por sus errores, cuyo devenir revolucionario lo conduce a ser líder de masas en Madrid y en Nueva York. Su fracaso final en Times Square es mucho más estimulante para la inteligencia que la fantasía del triunfo político. Por otra parte, si hasta el Dios de Ratzinger es tildado en la novela de gran programador universal, cómo no reconocer entonces que todo en la realidad, como llega a creer el iluso protagonista, pueda ser producto de un programa, de un cálculo computacional y de un circuito interminable de información, ni más ni menos que el montaje Wikileaks del pobre Assange...



- ¿Cuál es el secreto de casar con éxito denuncia, reflexión, esperpento y humor? - Felicitaré a mi "negro" de su parte, todo el mérito es suyo, en realidad. Bromas aparte, la mezcla de registros y estilos es la base del género novelístico desde sus orígenes, así que no hago otra cosa que seguir a grandes maestros como Rabelais, Cervantes, Sterne, Sade o Gombrowicz, cuyo Ferdydurke es una exuberante fuente de inspiración en Karnaval. La camisa de fuerza que se ha impuesto a la novela en determinados momentos, obligándola a renunciar a la polifonía narrativa y el libre juego formal, se revela aún más represiva en un tiempo como el nuestro de grandes mutaciones sociales, tecnológicas, políticas y culturales. No entiendo la denuncia sin humor, ni la sátira sin pensamiento, ni la imaginación sin ironía, ni el realismo sin fantasía, ni la pornografía sin comicidad, ni la política sin parodia. De todos modos, desde el punto de vista del humor, Karnaval está más cerca de Rabelais y Buñuel que de Valle-Inclán o Martín Santos, más irreverencia jocosa y sarcasmo hilarante que esperpento propiamente dicho.