Joan Didion. Foto: Archivo

Traducción de Javier Calvo

Algo que no encontrarán aquí: la literatura entendida como cura, esa confusión estéril salvo tal vez para quien escribe. Por supuesto, a lo largo de una larga vida de escritor, la creación puede ser salvadora; o una condena. Pero lanzarse sobre la página en blanco para proyectar tu dolor con fines antibióticos no parece el mejor camino para lograr una gran obra. Joan Didion (Sacramento, 1934), excelente periodista, guionista y novelista, perdió en poco tiempo a su esposo, el escritor John Gregory Dunne, y a su hija, la siempre enferma Quintana Roo, y de ambas experiencias contiguas salieron dos libros. Y he aquí lo importante: no sé si esos libros mitigaron o no el dolor, ni creo que lo pretendieran; pero sí sé que ella los afrontó con herramientas y voluntad literarias. Con crudeza y honestidad, abocándose en la escritura, pero también con exigencia estética, sabiendo que John o Quintana o su propio dolor sólo podrían sostenerse ante la mirada del lector, más allá de la compasión, si abordaba cada página, por más desoladora y temible que fuera, haciéndose las preguntas de siempre: cuál debía ser el ritmo, cuál la idea, dónde estaba la veracidad que trascendía la anécdota.



Por supuesto, al ahorrarnos un mero desfogue público (que habríamos entendido), Didion tan solo cumple con su oficio. Demuestra que es una artista. Y lo hace muy bien, con inmejorable rigor. El año del pensamiento mágico era un extraordinario documento sobre la pérdida y mereció tener lectores entusiastas; Noches azules, que habrá sido un reto mayor porque sobre él recaía la posibilidad de la reiteración, es aún mejor. Imprescindible, diría yo, como la traducción de Javier Calvo.



Este breve documento terrible fue escrito, aproximadamente, cinco años después de la muerte de la hija, ahora que Didion es una mujer sola y anciana que no puede abrir un cajón de su apartamento en Nueva York sin encontrar recuerdos "que ya no quieres recordar". Fragmento a fragmento, memoria a memoria, Noches azules va haciéndose y pensándose ante nuestros ojos, reconstruyendo la relación de Didion con su única hija, adoptiva, preciosa, frágil, que fue una niña preocupada por el abandono, que supo imitar pronto a los adultos y, como adulta, se casó y amó y murió pronto.



Parece que el tema son los hijos, y de pronto la autora entiende que no: es el miedo a la muerte. Aunque para Didion una cosa y la otra están relacionadas, porque "cuando hablamos de mortalidad, estamos hablando de nuestros hijos". Querer protegerlos siempre, y descubrir que no siempre podremos; que si viven lo suficiente, y nadie puede garantizarlo, tal vez tendrán que protegernos ellos. Pienso de pronto que estoy utilizando la primera persona del plural, "protegernos", yo que no tengo hijos. Tal vez se debe a la convicción de esta prosa, en la que suenan ecos y reverberaciones, en la que nada sobra y menos aún las reiteraciones, las revisiones a lo ya dicho, las confesiones de impotencia. Tal vez se debe a que entiendo esta línea, casi al final: "uno teme por lo que todavía no ha perdido".



Pocos libros descubren tan lúcidamente la vejez, sin contorsiones ni asideros. Didion puede escribir que recordar a su hija le está "rompiendo el corazón" sin parecernos sentimental, o servirse de una ironía elegante sin resultar distante. Noches azules, plagada de preguntas, está escrita cuando la prosa de Didion se ha visto asaltada por la fragilidad, cuando ya no puede escribir "como escribir música", cómodamente, enérgicamente. Cuando ha descubierto que a ella también le pasa: no habrá repetición. Se muere.



Coincidiendo con la publicación de Noches azules, Mondadori lanza también Los que sueñan el sueño dorado (342 pp. 22'90 e. E-book, 14'99 e), otro libro admirable de la misma autora estadounidense. Joan Didion ha sido una fenomenal periodista, en la mejor tradición americana. Esta antología de textos fechados entre el 61 y el 92 lo demuestra. Está San Francisco en los sesenta, están Manson y Reagan, California ("la mentalidad del pelotazo y la sensación de pérdida chejoviana se reúnen formando una suspensión inestable") y El Salvador. Y está Nueva York en los ochenta, cuando la delincuencia callejera sirvió para tapar "un miedo inmediato, de dinero [...], de la posibilidad o probabilidad de las ejecuciones de sus hipotecas y de perderlo todo". Aquí están esos tiempos y cualquier tiempo. Léanlo.