Laura Freixas. Foto: Archivo

Destino. Barcelona, 2011. 255 páginas

Sin imposturas de ninguna clase, con una voz franca y directa, y con contundente desenvoltura después de un tiempo más volcada en el ensayo, pero sin dejar nunca de lado la actividad narrativa, la escritora Laura Freixas regresa a la ficción. Y lo hace con una trama sobre la realidad, sus enveses y reveses; sobre la idea de que nadie es lo que parece ser. Expresado en esos términos puede sugerir un lugar común amparado en la abstracción, pero nada más lejos de la realidad de esta novela. Es más: leer Los otros son más felices se parece, en el fondo, a una réplica ingeniosa de la idea tolstoiana de que "todas las familias felices se parecen", y en la forma, al fresco monólogo de la Carmen Sotillos de Delibes, o a la entrañable verborrea de Martín Gaite en Retahílas. El resto es original: es como asistir, sin pestañear, a una conversación ya iniciada donde, a pesar de no conocer a sus interlocutores ni a aquellos de quienes trata, el interés crece y crece hasta dejar constancia de que el sólo hecho de participar desde nuestra posición es un auténtico placer.



El modo de referirla es el de un diálogo del que sólo se transcribe la intervención de una de las partes, dando así lugar a un monólogo que reconstruye una mirada: la de Áurea, narradora y protagonista de lo que relata su discurso. Trata éste de una época con muchas historias y de otros tantos personajes, pues su imparable conversación toma a unos, deja a otros, aplaza una vida, retoma otra, plantea preguntas que progresivamente van obteniendo respuesta, y, sin perder el hilo y administrando ritmo con más que consolidada habilidad narrativa, compone un fresco de motivos sobre dos tiempos trazados sobre dos líneas maestras: por un lado, el retrato de dos familias, dos mundos sociales, dos mentalidades, mentiras domésticas de una y otra, desdichas minimizadas... Y por otro, la retrospectiva que compone la mirada de la narradora proyectando lo vivido y lo aprendido, trenzando tiempos verbales y conclusiones que dan profundidad a los referentes que han ido componiendo su identidad y que le han conducido a ser quien es.



Todo esto adquiere verdadero sentido en el marco temporal al que Áurea acude para recomponer el puzle de una vieja obsesión: con 14 años, siendo hija de una familia procedente de La Mancha y afincada en Madrid, pasó quince días del verano del 71 en la Costa Brava, en casa de unos familiares "ricos y catalanes" que encarnaban todo lo que admiraba y envidiaba. Su presente simple y su realidad exigua pudo conocer allí lo que ella consideraba una familia con un futuro perfecto y se diría que perpetuo. Frente a aquel mundo, a la vez subyugante y excluyente, sintió que se abría un paisaje al que le gustaría pertenecer, y sintió una fractura que tardó 30 años en recomponer, pues necesitó ampliar la perspectiva para dibujarlo sin subrayados hirientes. Esa técnica compositiva ensancha los planos de la ficción y redondea con agudeza su sentido: una cosa es la realidad y otra la verdad; maginamos "a los otros" felices sin llegar a conocerlos, sin saber qué sabemos de verdad de ellos, dice Áurea. Y en sus palabras puede leerse la mano maestra de la escritora.