Leonardo Padura. Foto: Antonio Moreno

Tusquets. Barcelona, 2011. 185 páginas, 16 euros.

No es cosa de descubrir ahora que Leonardo Padura (La Habana, 1955) es un excelente escritor, tanto en sus obras más ambiciosas (así, El hombre que amaba a los perros) como en la serie de novelas cuyo protagonista es el policía cubano Mario Conde, especie de antihéroe solitario desencantado y amigo del ron que arrastra consigo una pesada historia de renuncias y decepciones, reavivadas de vez en cuando por el recuerdo o por la repetición de situaciones y personajes que evocan otras historias anteriores del policía, narradas antes en novelas como Vientos de cuaresma o Pasado perfecto. La cola de la serpiente es, como el autor confiesa en un epílogo, el desarrollo de un relato breve -una "noveleta", lo denomina Padura- escrito en 1998 y publicado entonces como tal, que con el tiempo y una decidida reelaboración ha crecido hasta convertirse en la narración que aquí se presenta. Los futuros investigadores podrán examinar las distintas versiones del relato y asomarse de este modo a la instructiva tarea de examinar con detenimiento el taller oculto del autor, el estilo de sus correcciones y sus modalidades de reescritura.



El suceso nuclear -un crimen con mutilación y ahorcamiento del cadáver- desencadena, como resulta obligado, las indagaciones que ocupan la historia. Pero lo más importante en este caso es que la víctima es un chino, y que las pesquisas de Mario Conde lo llevan a internarse en el decaído Barrio Chino de La Habana, formado en tiempos más prósperos por inmigrantes orientales que fueron acudiendo a una Cuba opulenta y lejana en busca de mejor destino; un barrio muy activo hace medio siglo, aunque convertido actualmente en una zona sórdida y envejecida donde apenas sobreviven, en condiciones paupérrimas, los herederos de aquellos inmigrantes que, en una gran mayoría de casos, soportaron una dura explotación y que han continuado aferrados al lugar en vez de seguir el camino inverso al de sus mayores.



Este retrato de "una ciudad oscura, tórrida y cada día más hostil", de un ámbito urbano que sólo muestra signos de ruina y degradación, este callejeo de Conde por lugares casi vacíos, por solares abandonados, por habitaciones míseras, malolientes, de paredes desconchadas y llenas de cachivaches y muebles rotos, es sin duda lo más valioso de la novela. Y hay algunos personajes con los que se relaciona Conde que ofrecen historias inolvidables, como Juan Chion y Francisco Chiú, cuyo pasado común fundamenta una sólida amistad, o que asoman en bocetos rápidos y certeros, como Jacinto el Mago, el gigantesco Marcial Varona y algunos descendientes de esclavos africanos que todavía practican los oscuros ritos religiosos del palo monte. Padura conduce al lector con destreza por oscuros vericuetos en los que las antiguas historias y las pistas que no siempre orientan en la dirección adecuada se mezclan en una confusa maraña cuya explicación final es, sin embargo, diáfana, y, lejos de convertirse en un artificio mecánico para cerrar el desenlace, repercute en los más profundos sentimientos de algunos personajes. Los acartonados y previsibles tipos de muchas novelas de intriga se revisten aquí de humanidad. El resultado es un friso de figuras que deambulan por un escenario poblado por fracasados y perdedores nostálgicos, ya sean mulatos, blancos o chinos e independientemente del sector social en que se encuentren.



El propio Conde, que reúne y acentúa algunos rasgos de los antihéroes investigadores creados por la novela y el cine norteamericanos, no escapa a esa condición. Su conciencia de superviviente va unida al recuerdo de amores desvanecidos pero aún operantes -Karina, Tamara- y al de un mundo de esperanzas juveniles al que "la realidad le había robado demasiados jirones" y que no había mejorado, porque "los años no habían pasado para mejor, sino para preparar un retroceso que [...] tendría consecuencias dolorosas para el país donde había nacido y vivido" (p. 45). Son precisamente estos toques que, además de evocar una Cuba pretérita y feliz, van perfilando la humanidad del personaje -incluso con ribetes humorísticos, como en la magistral escena en que aparece Patricia Chion-, lo que trasciende los límites de la novela de intriga y la dignifica literariamente. Un placer para cualquier lector.