Traducción de J. Villanueva. UAM, 2011. 236 pp. 20 e.



Uno de los grandes retos historiográficos de las próximas décadas es el estudio de la pléyade de personajes de segunda fila que formaron parte de las estructuras políticas y administrativas de la Monarquía de España. Hace unos días, la Real Academia de la Historia presentó los primeros 25 volúmenes del Diccionario biográfico español, que supone un magnífico punto de partida. El libro sobre Juan Bautista Larrea, uno de los grandes letrados castellanos de la primera mitad del XVII, es un modélico primer paso en tales investigaciones.



Larrea (1589-1645) hizo carrera básicamente a la sombra del conde duque de Olivares, cuyas iniciativas políticas procuró sostener con sus sutiles argumentaciones jurídicas. De familia media, estudio derecho civil y canónico en Salamanca, como miembro del colegio mayor de Cuenca, en la elite por tanto de los colegiales, cuyos miembros tenían fácil acceso a una carrera administrativa que podía llevarles hasta los puestos reservados a letrados en los grandes consejos de gobierno de la corte. Tras ocupar diversas cátedras salmantinas (1613-1621) fue nombrado oidor de la Chancillería de Granada, donde consolidó su formación y su práctica jurídica, fruto de la cual escribiría su obra Decisiones Granatenses, en la que ilustra la base jurídica de las causas en las que intervino. A mediados de los años 30 fue a la corte como fiscal del Consejo de Hacienda, y en 1638 del Consejo de Castilla. Cuatro años más tarde sería nombrado consejero de Castilla, lo que suponía la cúspide en la carrera de un letrado castellano. Gracias a su vinculación al valido, fue también consejero de Guerra y miembro de diversas Juntas, cuya utilización le fue tan útil a Olivares para sustraer numerosos asuntos de la competencia de los consejos.



En los distintos organismos de la corte de los que formó parte, Larrea fue el gran defensor jurídico de la política del conde-duque. Sus Allegationes Fiscales (1642-1645) no eran otra cosa que la argumentación basada en derecho de las decisiones tomadas por el grupo dirigente. Plenamente convencido de que la recta administración de la justicia era la base del buen gobierno, los dos aspectos fundamentales de su pensamiento eran el reforzamiento de la autoridad de los magistrados y la oposición a la venalidad, que limitaba el control del soberano sobre los oficios de justicia. Ambos puntos coincidían con el programa inicial de Olivares, aunque el segundo habría de chocar con la realidad cuando las precisiones de la "reputación" -la política exterior y la guerra- acabaran por hacer imposible la "reformación", el otro platillo de la balanza de una política de difícil equilibrio. El reforzamiento de los magistrados respondía en parte a intereses corporativos, pero conectaba con la mejor tradición de la Monarquía, desde los Reyes Católicos a Felipe II, pues resultaban imprescindibles para la expansión del poder real. En este sentido, y aparte de las alegaciones referidas a tal cuestión, escribió para el rey un breve tratado titulado Por la autoridad de los ministros, con claras resonancias de la buena razón de estado. La figura de Larrea, como escribe Volpini, ilumina las relaciones solidarias, pero también conflictivas, entre los letrados y la Monarquía, en la defensa de sus intereses de grupo y la búsqueda de espacios de autonomía. Larrea es un jurista, pero también un político vinculado al poder. En este sentido, el libro supone un notable avance en el conocimiento de los gobernantes de la Monarquía, limitado hasta hace unos años a los reyes y los validos y ampliado en tiempos recientes a algunos de los principales virreyes y altos gobernantes. Con Larrea se da un paso más y entra en escena una figura situada en segunda fila, en la sombra de las actuaciones y argumentaciones jurídicas del sistema de gobierno, indicando así el camino a seguir para el conocimiento de los numerosos personajes que hicieron posible la Monarquía de los Austrias españoles.