Image: Los infinitos

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Novela

Los infinitos

John Banville

25 febrero, 2011 01:00

John Banville. Ernesto Escobar Ulloa

Traducción de Benito Gómez. Anagrama. Barcelona, 2010. 290 páginas, 19'95 euros


Las apariciones numinosas son precedidas por una luz intensa. Los infinitos, de John Banville (Wexford, 1945), comienza así: "entre las cosas que creamos para que les sirvieran de consuelo, el amanecer da buen resultado". Luego, surge una novela que multiplica la vida -o los signos que ésta ofrece y sus sentidos- mientras ejecuta prodigiosas piruetas con sus personajes. El libro es tan bueno que, al someterlo a mis artimañas críticas, algo falla. Podría apelar al talento de Banville, aludir a la riqueza de estratos que acumula el texto o desgranar su estilo. Sin embargo, seguiría sin explicar por completo su valor, o cómo me ha seducido más que otras obras de un autor siempre admirable pero tan puntillosamente trabajador de la prosa que algunos de sus títulos casi huelen a aceite y lámpara. Entonces, me disfrazo de dramaturgo tramposo para convocar un deus ex machina que me saque del atolladero: el "estado de gracia". Sí, el autor escribió esta obra maestra en estado de gracia. De ahí la luz que desprende.

Los dioses mantienen una relación fluida con Banville, un hombre de letras que, aun sabiendo -y mucho- de ciencia, encuentra en el mito una excelente estrategia simbólica. En Los infinitos, el misterio que encierran esos seres celestiales es equiparable al que persigue una fórmula matemática: son intentos de explicar la vida sin que medien la moral, la memoria, la culpa… En fin, el yo. La acción abarca una sola jornada y gira en torno a Adam, un matemático genial que yace en coma esperando la muerte. A su alrededor danzan el dolor de su esposa Ursula, la desquiciada sensibilidad de su hija Petra, la belleza de su nuera, varios amigos y sirvientes, la lealtad de su perro Rex y dioses como Hermes, Zeus o Pan. Como ven, asistimos a una especie de Arriba y Abajo metafísico en el que tiene una especial importancia el hijo de Adam, que se llama igual y "tiene un secreto, que no revelará a nadie, ni siquiera a su mujer, por miedo al ridículo. Cree firmemente en la posibilidad del bien".

Los infinitos resulta, por temática, una novela existencialista: habla de la muerte o la otredad como límites del individuo, y del amor como superación, quizás falsa pero consoladora. Más existencialismo: un kierkegaardiano "temblor" recorre a los personajes. Más: Banville escribe sobre el tiempo y la materia con enorme profundidad. El irlandés es tan inteligente que a ratos nos preguntamos si se apiadará de sus criaturas o se conformará con someterlas a su juguetona ironía. A fin de cuentas, el dios-narrador Hermes dice: "no pretendemos ser benignos, sólo somos festivos". Obtenemos la respuesta en esta obra cuya emocionante belleza demuestra que, aunque parezca absurdo conceder importancia a la vida de un individuo, sigue siendo imposible desprenderse de ficciones tan hermosas como el amor o el sentido del dolor.

Adam Godley, centro de Los infinitos, contuvo el tiempo en un concepto físico: el cronotrón. Paralelamente, Banville nos ofrece una narración metafísica con el ropaje de su prosa más física: junto a metáforas y símiles poéticos recurrentes en él, nos explica gráficamente cada movimiento, gesto y acción, como si una contracción abdominal pudiera iluminar el sentido del mundo. Esta prosa es apabullante. También lo es su asombroso uso del narrador y la focalización. ¿Basta todo lo dicho para sentenciar? Pues lo siento, no. Ya advertí que me serviría de un truco barato para remachar mi reseña: al autor lo ha atravesado el rayo de Júpiter y, tocado por la gracia, ha escrito su mejor libro. Aunque claro, ya dijo Kierkegaard que "cuando falta lo humano, lo grande deja de serlo". Así que: enhorabuena, John Banville.