Image: Los ojos vacíos

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Novela

Los ojos vacíos

Fernando Aramburu

22 noviembre, 2000 01:00

Tusquets. Barcelona, 2000. 429 páginas, 3.000 pesetas

En mi opinión, sólo media docena de novelistas españoles actuales ofrecen garantía suficiente para saber de antemano que nunca ofrecerán obras irrisorias o deleznables. Media docena de autores, y no de los más jaleados. Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) es uno de ellos. Una sola novela (Fuegos con limón, 1996) y un libro de relatos (No ser no duele, 1997) han bastado para granjearle un crédito firme. Los ojos vacíos responde cumplidamente a lo que cabía esperar de un narrador como Aramburu, para quien ninguna historia, ninguna escena, ninguna frase merecen un tratamiento ligero y apresurado. Los sucesos se cuentan con el pormenor deseable, los personajes tienen vida, fisonomía, gestos y personalidad propia, las acciones aparecen cuidadosamente concatenadas y las frases ostentan la andadura expresiva y rotunda de la prosa clásica, lejos de la gris y paupérrima uniformidad que suelen ofrecer los narradores mercantiles.

Los ojos vacíos tiene, además, como muchas grandes novelas, la pretensión de crear un mundo autónomo, enteramente ficcional, que relata los años de aprendizaje de un niño sobre el fondo de una sociedad convulsa, que pasa de un régimen monárquico a una dictadura para desembocar en una sangrienta rebelión y en una guerra civil. La historia de Antíbula -imaginario país europeo que no hay que identificar con un territorio real- entre 1912 y 1928, aproximadamente, es, en efecto, el ámbito en que se sitúa la experiencia infantil del narrador, cuya formación está jalonada por padecimientos múltiples: el aislamiento, la miseria, la violencia, el desamor... Con el padre desaparecido y la madre ausente, el niño sufrirá lo indecible en manos del áspero abuelo Cuiña, aunque las atenciones de Flapia mitiguen en parte la carencia afectiva del muchacho. La hospedería del abuelo Cuiña es un crisol de recuerdos literarios (así, la pensión madame Vauquer en Le père Goriot, la de doña Casiana en La busca, pero también ecos lejanos de Quevedo y Dickens) muy personalmente elaborados; un rico microcosmos que alberga un friso de personajes solitarios y derrotados, cada uno con su historia y sus enigmas, que representan una sociedad raquítica, decadente, privada de aire fresco: el señor Caendru, la señora Ecba y sus hijas, el pianista Runn de Gualel, el marinero Duparás o el tío Acán van consolidando su perfil ante el lector con rasgos inconfundibles, delineados con un arte caracterizador que multiplica los puntos de vista sobre cada sujeto y dota al cuadro de una sorprendente profundidad. Mención aparte merece el maestro, don Prístoro Vivergo, perteneciente a la serie literaria de los dómines hoscos y crueles, pero admirablemente matizado por la contemplación de su patética decadencia y redimido, además, por inculcar en el niño la afición a la lectura que, en medio de un mundo hostil y mezquino, será definitivamente su refugio seguro, su vía de escape y su salvación. Por eso es significativo que el narrador, que revisa su historia y la de su país instalado ya en edad adulta, lo haga desde la atalaya de su condición de bibliotecario. Hay en esta evocación un elogio de la lectura como compensación de la vida que merecía convertirse en divisa de cualquier enseñanza: "Los libros eran mi pasión; aún más, el cimiento y las columnas de mi mundo personal [...] Nada poseía más valor para mí que un conjunto de páginas impresas ni nada contribuía en igual o mayor proporción a mi felicidad. Recién cumplidos los diez años, la perspectiva de una existencia desprovista de libros se me hacía de todo punto intolerable" (pág. 282).

La escritura crea una realidad y la preserva. Los ojos vacíos sirve para crear Antíbula, pero también otros discursos inventados y apócrifos que se incorporan al discurso principal y se citan, a veces literalmente: los libros Crepúsculo monárquico o Bosquejo histórico de la Dictadura, del historiador Jan de Muta, el periódico La Hoja de la Patria, la Enciclopedia razonada de Mendú y otros textos oportunamente aducidos. La literatura, entendida como creación ficcional, lo invade todo, y sirve incluso para la parodia de actividades conexas, como la traducción; el niño lee una versión al antibulés del Señor Quijote que comienza: "En un área del distrito de la Suciedad, cuya denominación topográfica no estoy en condiciones de traer a las mientes..." (pág. 281). Y hay en la escritura sabrosas reelaboraciones muy transformadas de pasajes o autores clásicos -el Lazarillo, el Estebanillo González, Cervantes- o de modalidades genéricas, como el relato itinerante o la novela de aventuras; así ocurre, por ejemplo, en la historia del secuentro y la angustiosa vuelta posterior del niño, donde los recuerdos de Defoe se mezclan con algunas peripecias de Huckleberry Finn. Fernando Aramburu está en la línea de los grandes narradores, desde el anónimo Lazarillo hasta su paisano Baroja: Es un novelista apto para la lectura demorada y gozosa que no deja nada suelto. Palabras, sensaciones, impresiones visuales, paisajes, historias familiares, todo tiene su lugar en un cuadro compacto y magistral en el que, además, hay una visión madura de la condición humana. Absténganse lectores de bestsellers anodinos. Este jugoso bocado no es para ellos.