El autor situa a Carlos III en el eje de la conexión científico-cultural entre Italia y América

Alianza. Madrid, 2015. 440 páginas, 18€. Ebook: 11'99€

Carlos III (Madrid, 1716-1788) es uno de los pocos soberanos que goza de buena imagen entre el gran público. Es lugar común estimarlo el rey reformista por antonomasia, o recordarlo como el "mejor alcalde de Madrid". Ignacio Gómez de Liaño (Madrid, 1946), filósofo y ensayista de amplia trayectoria, se suma sin reservas a esta corriente favorable con un libro que ahonda en una de sus vertientes menos conocidas fuera del ámbito de los especialistas: el de rey arqueólogo y antropólogo.



En principio, Carlos de Borbón no estaba destinado a ocupar el trono español. Su madre, Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, le reservó un papel destacado en la recuperación de la influencia en Italia frente a los austríacos. La obtención de la corona de las Dos Sicilias pareció culminar su carrera. Sin embargo, la muerte sin descendencia directa de Fernando VI en 1759 le llevó a abandonar sus reinos italianos y convertirse en Carlos III de España los últimos veintiocho años de su vida. Se produjo la inédita circunstancia de que un rey español hubiese sido antes gobernante de Nápoles y Sicilia.



Esta peculiaridad de Carlos III es lo que da pie al autor para colocarlo en el centro de una conexión científico-cultural entre Italia y América. Traza un itinerario que va desde las excavaciones de Herculano y Pompeya hasta los vestigios encontrados en Nueva España y las expediciones en el Pacífico. La propuesta es muy sugestiva por cuanto une espacios geográficos y culturales dispares que, gracias al impulso de un rey curioso y entusiasta del conocimiento, se entrelazan en la base de las modernas disciplinas de la arqueología y la antropología (o etnología). Y, como el autor señala constantemente, en los primeros pasos de estas ciencias ha de recordarse el protagonismo de los españoles.



Este es el otro rasgo principal del ensayo, la vigorosa reivindicación de la contribución española a la Ilustración en el terreno concreto del surgimiento de disciplinas orientadas al esclarecimiento del pasado. Llevado por la intención de derribar determinados tópicos de la leyenda negra relacionados con la actuación de España en América y la minusvaloración de nuestro papel en el Siglo de las Luces, el autor reacciona con un tono combativo. Ello puede distraer al lector del principal atractivo del ensayo, que es explicar las relaciones entre los extraordinarios descubrimientos en el golfo de Nápoles (recuérdese la Villa de los Papiros, cerca de Herculano), con la exhumación de las ruinas de Palenque (Chiapas) y, poco después de la muerte de Carlos III, la localización de la denominada Piedra del Sol y de la estatua de la diosa Coatlicue en el subsuelo de la plaza del Zócalo de Ciudad de México. Llamativo resulta que los métodos ensayados en Italia fueran aplicados a la incipiente arqueología americana con notable éxito, y el enorme esfuerzo editorial y gráfico por difundir al mundo culto todos los progresos obtenidos.



Quizá lo más sugestivo sea poner de relieve, como hace Gómez de Liaño, que los pioneros españoles de la arqueología manejaron una hipotética relación entre el mundo que se había desvelado debajo de las cenizas del Vesubio con la cultura material de mayas y aztecas. Tal posibilidad nunca pasó de la mera sugerencia, por razones obvias, pero fue una útil analogía y revela el afán por buscar evidencias de la esencial unidad de lo humano. Estaban encontrando pruebas materiales de que algunos pueblos amerindios habían alcanzado un desarrollo nada desdeñable en comparación con la civilización romana, la originaria de los europeos. Con ello se abría un ancho campo de conocimiento y se cuestionaban ideas antiguas.



Ello no sólo es un ejemplo de moderna transferencia de conocimiento y augura cambios de paradigma científico, sino que también representa un fruto tardío, en el crespúsculo del protagonismo español en América, de la intensa comunicación entre Viejo y Nuevo Mundo, que nunca se limitó a lo económico, lo religioso y lo militar, sino que implicó lo cultural y lo científico.