Orson Welles conversa con Henry Jaglom

Traducción de Amado Diéguez. Anagrama. Barcelona, 2015. 352 páginas, 24'90€

Entre 1983 y 1985, Henry Jaglom grabó, durante sus comidas con Orson Welles y a iniciativa de éste, unas cuarenta cintas magnetofónicas con sus conversaciones. El creador de Ciudano Kane puso como condición que Jaglom mantuviera escondida su grabadora. Henry Jaglom es un director, actor y dramaturgo londinense. Para unos, su obra tiene tintes rompedores y genialoides. Para otros, es una calamidad. Jaglom era 23 años más joven que Welles. Se conocían desde comienzos de los años 70, y su estrecha amistad se reforzó con el trabajo como actor de Welles en varias inclasificables películas de Jaglom.



Jaglom y Peter Biskind entraron en contacto casi tres décadas después de aquellas comidas, y el primero accedió a transcribir las cintas. Biskind se ha ocupado de editar el material en 27 capítulos, por no decir escenas, y el resultado es Mis almuerzos con Orson Welles, un libro estructurado bajo la eficaz y contrastada fórmula de la entrevista de pregunta-respuesta, esto es, sin descripciones ni comentarios adicionales, con un ritmo vivo y coloquial. Peter Biskind ha escrito una introducción de unas treinta páginas en la que da noticia de Henry Jaglom y de su prolongada relación con Welles, de quien llegó a ser confidente y agente oficioso. Pero, sobre todo, Biskind hace un extenso perfil periodístico del director de Sed de mal.



Conocemos a Biskind por sus apasionantes, divertidos y esclarecedores libros Moteros tranquilos, toros salvajes y Sexo, mentiras y Hollywood -también publicados por Anagrama-, y no nos sorprende su estilo brillante, plástico, atento a las notas de color, minucioso con los datos y siempre sensible a los comadreos. Sabemos de su insolencia y de su afán desmitificador, de su propensión a mezclar el piropo merecido con la pulla subjetiva y la verdad que escuecen y duelen.



Celebramos el centenario de Orson Welles (1915-1985). El director de La dama de Shanghai tenía 68 años cuando empezó sus charlas con Jaglom. Murió de un infarto cinco días después de su última conversación con él. Aunque estaba muy obeso, asaeteado por dolencias y dolores diversos y ya conocía la silla de ruedas, no era precisamente un anciano, sino un artista que todavía podía disfrutar de su madurez creadora.



Pero no. La primera conclusión -a modo de foto fija- que se desprende testimonialmente del libro es la situación de penuria y derrota de un genio. No conseguía dinero para terminar sus películas inacabadas -Don Quijote, por ejemplo- ni, lo que es peor, financiación para abordar acariciados proyectos como su versión de El rey Lear. Tenía muchos gastos y personas a su cargo. Necesitaba dinero no ya para rodar, sino para vivir cada día. Contactos, promesas y gestiones avanzadas se reiteran en el libro. Pero desde el fracaso de Fake (1973), su excepcional película-ensayo sobre el falsificador de cuadros Elmyr De Hory, nadie daba un duro por Welles.



Las trece películas (muy pocas) del genio nunca habían dado suficiente dinero. Aclamado y venerado por todos, se había labrado una fama demoledora: era conflictivo, era arriesgado apostar por él, empezaba con entusiasmo pero se desinteresaba de las películas que emprendía, tenía demasiadas ideas y demasiadas iniciativas que se molestaban entre sí…Había dominado el teatro, la radio, la televisión y el cine, era un gran director, intérprete, productor y escritor, pero -en crueles palabras de Biskind- era "el hombre que en principio hacía demasiado para terminar haciendo demasiado poco". A la hora de la verdad, nadie se quería embarcar con él en otra aventura. Esta desoladora realidad se trasparenta y se reitera en las conversaciones con Jaglom, en las que Welles se manifiesta como un hombre extraordinariamente culto, sagaz, muy bien informado y muy contradictorio.



Mil anécdotas, mil recuerdos, mil comentarios. Las más de 300 páginas de Mis almuerzos con Orson Welles contienen un caudal arrollador que, en efecto, fluye con velocidad y estrépito. Sus amores y sus amoríos, sus películas y las películas de los otros, sus amigos y sus enemigos, sus filias y sus fobias, la política, la religión, el mundo, la vida, en fin, todo sale a relucir en una inacabable e irresumible sucesión de negritas y cursivas, de nombres propios y obras del máximo postín sobre los que Orson Welles vierte, entre el rigor razonado y el cotilleo desbocado, tanto las valoraciones más certeras y estimulantes como las consideraciones más inusitadamente desdeñosas y desmesuradas. Un festín.