Nicolás Sánchez-Albornoz. Foto: Miriam Chacón / ICAL

Anagrama. Barcelona, 2012. 328 pp., 29 e. Ebook: 14'99 e.

Nieto de un insigne político abulense, hijo de un ilustre medievalista, el historiador Nicolás Sánchez-Albornoz (Madrid, 1926) pertenece a esas acomodadas familias castellanas que se distinguieron en sucesivas generaciones por su solvencia intelectual y la apuesta decidida por la participación en la esfera pública desde unos presupuestos abiertamente liberales en principio, luego resueltamente democráticos. Como resultado del desempeño de esa doble vocación política e intelectual en un país -España- y una época -buena parte del siglo XX- no precisamente propicios para experimentos del mencionado signo ideológico, tanto el abuelo como el padre del redactor de estas memorias sufrieron en su patrimonio y hasta casi en su integridad física la persecución de la dictadura franquista: como es sobradamente conocido, don Claudio -famoso sobre todo por su polémica sobre la esencia hispana con Américo Castro- desempeñó la mayor parte de su actividad universitaria en el exilio bonaerense. La trayectoria de su hijo, que aquí recrea él mismo a grandes rasgos, fue aún más tortuosa que la de su progenitor.



Estas páginas se inician con la rememoración (indeleble impresión infantil) del asalto al madrileño Cuartel de la Montaña, sangriento episodio de la guerra civil que marcará la pauta de lo que supondrá la contienda para una familia como la Sánchez-Albornoz, francamente comprometida con el régimen republicano (don Claudio era a la sazón embajador en Lisboa). El primer destierro comienza pues en el mismo 1936, con una accidentada singladura que lleva al autor, niño de diez años entonces, de Madrid a Portugal y luego a Francia. La precipitación de los acontecimientos, en especial el rastreo de la Gestapo contra prominentes exiliados españoles en el país vecino, conlleva la desmembración familiar y la vuelta de algunos de sus integrantes a España. En esta España de posguerra estudia el joven Nicolás desarrollando una temprana conciencia política que le lleva al activismo clandestino, aunque pronto -marzo de 1947- es detenido y encausado como dirigente de la FUE (Federación Universitaria Escolar).



Empieza así una nueva etapa -los años de cárcel a los que alude el título- en la vida de Sánchez-Albornoz, caracterizada fundamentalmente por el paso por diversos establecimientos penitenciarios: Alcalá de Henares, Carabanchel y Cuelgamuros. La estancia en este último campo de prisioneros ha pasado a la pequeña historia del franquismo por la rocambolesca fuga que en agosto de 1948 protagonizaron el autor y Manuel Lamana, recreada por este último en una novela, por la escritora estadounidense Barbara Probst Salomon en un libro de memorias (Los felices cuarenta. Una educación sentimental, 1978) y por Fernando Colomo en un exitoso filme (Los años bárbaros, 1998). El caso es que Sánchez Albornoz deja atrás ya de modo definitivo la España franquista y comienza un largo período de exilio que sólo terminará con la muerte del dictador y el desmantelamiento de su régimen.



Pero paradójicamente el cambio de coordenadas geográficas no conlleva para él una total transmutación de las coordenadas políticas, como si las sombras ominosas de las dictaduras constituyesen un ingrediente fatal de su destino. El reencuentro con su padre en Buenos Aires significa también la inserción en un país, Argentina, que sufre el experimento peronista (es el propio autor el que traza un paralelismo entre los regímenes de los dos militares, Franco y Perón). Cuando cae este último (1955) se abre una etapa prometedora en el ámbito universitario que es aniquilada por el golpe de Onganía (1966). Tan asfixiante le resulta esa atmósfera que decide en 1968 emprender un nuevo exilio, el tercero, esta vez buscando refugio en el espacio intelectual norteamericano (New York University), en el que tendrá ocasión de vivir el encrespado panorama de las agitaciones estudiantiles del momento (Vietnam, derechos civiles, etc.)



Se trata, como puede colegirse de lo sucintamente apuntado, de la vida de un intelectual sometido a las dramáticas peripecias del siglo. Pero lejos de un tono plañidero, ese intelectual, Sánchez-Albornoz, opta por un tono distanciado, casi frío, para narrar esas contingencias, como si todo le hubiese pasado a una tercera persona. Despojadas en gran parte de confidencias personales, sorteando todo atisbo de ampulosidad, estas memorias serenas y elegantes recrean los acontecimientos con una cierta asepsia y no pocas dosis de ironía.