Conferencia de presidentes autonómicos (2005)

Alianza. Madrid, 2012. 408 páginas, 20 euros

Hace un par de años, con motivo de la publicación de su último libro (La construcción de la libertad) en el mismo sello editorial, valorábamos en estas páginas la doble faceta del profesor Blanco Valdés como investigador riguroso y prolífico divulgador en el ámbito de la historia, la teoría y la praxis constitucionalistas. Su ya extensa obra se completa ahora con un ponderado estudio del federalismo que, como ya viene siendo usual en sus últimos trabajos, compagina de modo eficaz la perspectiva internacional con el examen de la dimensión específicamente española. Esa atención a las coordenadas patrias -adelantemos ya- trasluce una poco disimulada preocupación. Cabría señalar incluso, por la deriva de la obra y sobre todo por su conclusión, que estamos ante una reflexión que brota del sistema político español (de sus peculiaridades, de sus insuficiencias) y que nunca termina de perderlo totalmente de vista. Podría así decirse que, para comprenderlo mejor, el autor trata de situarlo en un contexto mucho más amplio. No es menos cierto sin embargo que el grueso del estudio, dedicado a un conjunto de países con estructura federal, tiene la suficiente entidad por sí mismo como para que el ensayo resulte altamente sugestivo para los lectores interesados en el dominio supranacional y en el propio estudio del federalismo como alternativa política.



El problema que se plantea desde el principio afecta no ya sólo al plano metodológico sino al núcleo del fenómeno, su propia conceptuación: qué entendemos por federalismo, dónde está su especificidad, cuáles son sus rasgos esenciales. Si consideramos, como se dice en las páginas iniciales, que federales son los países más extensos del globo -de Rusia a Australia, pasando por la India-, algunos de los más prósperos -de Alemania a Estados Unidos-, algunas de las potencias emergentes (Brasil), pero también muchos de los países más atrasados o conflictivos (de Irak a Etiopía), no tenemos más remedio que concluir que el federalismo es un fenómeno plural hasta el punto de que buscar un auténtico nexo común entre todos los Estados que se acogen a esa denominación no es más que un ejercicio estéril. Tanto es así que, con buen criterio, Blanco reduce a doce países su foco de atención, para realizar un cuidadoso estudio comparado de la teoría y la práctica federal, principalmente en América y en Europa, los continentes que albergan las naciones más maduras, políticamente hablando, y por tanto las que resultan más relevantes en un análisis constitucionalista.



El examen teórico parte de Montesquieu, un autor que adjudicaba al principio federal la compatibilidad armoniosa entre unión política y respeto a la pluralidad, usando la fórmula de société de sociétés. En terminología más actual, se concede que el federalismo se distingue por conjugar autogobierno y gobierno compartido (Elazar). Por decirlo con claridad, el Estado federal trata de combinar unidad y diversidad. El problema estriba en el modo concreto en que esto se lleva a cabo en Estados no sólo diferentes en su nivel de desarrollo, sino en su historia, su cultura y composición étnica. Ésta es la razón por la que Blanco desciende rápidamente de los principios teóricos al reconocimiento de los Estados federales realmente existentes, para desmenuzar y comparar los más variados aspectos, desde los orígenes mismos del proceso federal (con grandes diferencias según las latitudes) hasta el modo en que se reparten y comparten poderes, deteniéndose en ese periplo en el impacto federal en los ejecutivos nacionales, el bicameralismo, los sistemas de distribución competencial, las asimetrías o los elementos de financiación, por citar tan sólo algunos de los epígrafes que integran los seis densos capítulos de la obra.



En el epílogo, como antes adelantábamos, se confirma el protagonismo de España, considerada por el autor un Estado federal "en todo menos en el nombre". Mientras que los países federales más exitosos han respetado la diversidad para fortalecer su unidad -sus instituciones centrales-, Blanco considera que el proceso político español ha circulado en sentido contrario, debilitando al Estado común en beneficio de unos partidos y grupos de presión que sólo contemplan sus intereses particularistas. Como Canadá y Bélgica, concluye Blanco, España tiene un problema que el federalismo sensu stricto no puede resolver, porque es un problema de deslealtad de nacionalismos disgregadores.