Adolf Hitler en París, un día después de la capitulación formal de Francia, el 23 de junio de 1940

Traducción: Carles Andreu. Galaxia Gutenberg/Cïrculo. 496 páginas, 25 euros

El título de esta obra, en su traducción castellana (Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis), nos recuerda inevitablemente el de las memorias del joven Ernest Hemingway de los años veinte, París era una fiesta. Pero la alusión se carga de sarcasmo porque la protagonista no es ahora la despreocupada y elegante urbe de una bohème dorada en una prolongación tardía de la belle époque, sino la capital de una nación derrotada, humillada y ocupada por el enemigo secular: el París sometido por los nazis, con la Wehrmacht desfilando por sus calles y la esvástica ondeando en sus edificios emblemáticos. En efecto, tras una breve guerra de apenas unos meses la Alemania del Tercer Reich había dejado a Francia postrada y dividida en dos: la capital quedaba en la zona de directo control alemán, mientras que en Vichy se instalaba el régimen títere del mariscal Pétain.



Tras la liberación de 1944, la corrección política y la memoria oficial terminaron por imponer la imagen digna de una ciudad que nunca se había rendido, ese París heroico -espejo del país- a un tiempo oprimido y resistente. Alan Riding, veterano corresponsal de The New York Times en Europa, autor de un celebrado ensayo sobre el México actual (Vecinos distantes: un retrato de los mexicanos) se ha propuesto meter ahora el dedo en la llaga del orgullo nacional francés mostrando hasta qué punto la estampa del París rebelde es un mito que no se sostiene. Y lo hace acumulando una catarata de datos y testimonios y apuntando hacia una de las vertientes más sensibles de la reacción de la sociedad francesa, la llamada "resistencia cultural".



La tesis fundamental puede resumirse en pocas líneas y está expuesta de manera diáfana desde las páginas iniciales: la actividad intelectual, la riquísima vida cultural de la ciudad y muy especialmente la industria cultural en sentido amplio -desde las editoriales a la cinematografía, desde la grandes firmas de moda a los cabarets- siguieron funcionando, no exactamente como si nada sucediese, pero sí adaptándose con cierta facilidad a las circunstancias y dando en todo caso en su conjunto una imagen de sosiego que no podía por menos que sorprender y contrariar a los visitantes (p. 73). Riding llega incluso a afirmar que a las alturas de la primavera de 1941 "los parisinos se habían adaptado de manera sorprendente a la ocupación" (p. 113) y, al hablar de la resistencia, enfatiza el carácter muy minoritario de la misma en un ambiente "en el que la mayoría de los franceses se sentían cada vez más cómodos con la ocupación" (p. 142).



Pese a lo que tales planteamientos puedan sugerir, Riding no se arroga el papel de fiscal implacable. Antes al contrario, se muestra comprensivo con una población que, dadas las circunstancias, trata de sobrevivir y hasta cierto punto olvidar y "evadirse", simulando una normalidad en el fondo imposible. Algo no muy distinto cabría aplicar a los artistas, a estrellas del espectáculo, a los prominentes protagonistas de las actividades de ocio y hasta a los más sesudos (y teóricamente comprometidos) intelectuales. Más aún, la dificultad de emitir juicios tajantes se hace patente al tener que contestar previamente a cuestiones como "¿acaso trabajar durante la ocupación supone automáticamente un acto de colaboracionismo?" El problema está más bien en la manipulación que se hizo a posteriori, cuando se pretendió a todo trance dar una imagen de la France indómita y mártir y, dentro de ella, entronizar al intelectual como adalid, una vez realizados parciales ajustes de cuenta (Drieu la Rochelle, Céline) y depuraciones más que discutibles. En esto sí que Riding es taxativo: los Camus, Sartre, Beauvoir, Picasso, Gallimard, Piaf, Chevalier, Guitry, Mauriac, Aragon, Duras, Anouilh, Carné y tantísimos otros nombres ilustres del período no fueron héroes de una pieza sino seres de carne y hueso que, en un período terriblemente complicado, tuvieron un comportamiento menos rectilíneo de lo que ha pretendido la interesada reconstrucción posterior de los hechos.