Soldados norteamericanos combatiendo a los talibanes en el valle de Korengal (Afganistán)

Trad. C. Belza y G. García. Crítica, 2011. 280 pp., 20 e. / Traducción de Luis Murillo. Libros del Lince. 257 pp., 23 e.



Lo peor son las bajas propias: "el caso del cabo primero Ball, el mejor corredor de la compañía, a quien una mina talibán le arrancó una pierna de cuajo en una emboscada". Lo mejor, para espanto de improbables lectores remilgados, son las bajas enemigas: "verlos caer por la mira del arma como si fueran piedras". El resultado obtenido queda fuera del campo de visión: "¿si hemos hecho algún progreso?, pues mira, probablemente no, pero que les den por el culo porque al menos nos vamos a casa".



Así es la guerra vista de cerca y así la cuenta en un libro, con el muy británico y ridículo título de El club de lectura de los oficiales novatos, Patrick Hennessey (1982), un oficial formado en la academia de Sandhurst que en 2007 formó parte de una unidad mixta de británicos y afganos desplegada en el valle de Helmand, una estrecha banda verde plagada de opio y de talibanes que interrumpe las áridas llanuras del sur de Afganistán. Las penurias de la vida en primera línea, polvo, mugre y mear en botellas, el subidón de adrenalina que da el combate, la evasión que proporciona la música de los iPod y los episodios de Anatomía de Gray grabados en algún disco duro, el deseo de volver y la sensación de vivir una experiencia única se combinan para proporcionar una imagen impactante de lo que es una guerra de contrainsurgencia en el siglo XXI.



La pregunta que surge es la de cómo logran los soldados soportar todo aquello y ser capaces de arriesgar su vida un día tras otro. Esa es la cuestión que subyace en las páginas de Guerra, del periodista Sebastian Junger (Belmont, Massachusetts, 1962) que en los días en que Hennessey y los suyos combatían en Helmand, se hallaba empotrado en una unidad americana, que ocupaba un puesto avanzado de un remoto y abrupto valle del noreste de Afganistán, no lejos de la frontera pakistaní. También aquí nos encontramos con la penuria de las condiciones, el temor a las emboscadas, la adrenalina del combate y el recurso a la aviación en el momento decisivo. El protagonista no es ya un culto oficial inglés formado en una de las más prestigiosas academias militares del mundo, sino chicos americanos de modesto origen, para algunos de los cuales el ejército representa una vía de escape de la pequeña delincuencia, pero la experiencia es muy semejante. La inmensa superioridad tecnológica de los americanos no basta para anular las ventajas que la adaptación al medio proporciona a los talibanes, que pueden tener en jaque durante horas una posición artillera con un solo francotirador. La tensión de la espera es a veces peor que el propio combate, en el que el resultado depende de la estrecha solidaridad de los diez o doce hombres que forman el pelotón, que han de decidir deprisa y actuar de manera coordinada, guiándose por el interés del grupo, pues si cada uno se preocupa de sí mismo el resultado será la muerte de casi todos. De ahí la fortísima solidaridad que se genera en un pelotón que combate junto, dispuesto a dar la vida por sus compañeros, no por heroísmo sino porque eso es lo que cada uno espera de los demás. Aunque a la vez se peleen y se menten a sus madres, como esos soldados del remoto puesto avanzado de Restrepo.