Image: Raymond Chandler. El simple arte de escribir. Cartas y ensayos

Image: Raymond Chandler. El simple arte de escribir. Cartas y ensayos

Ensayo

Raymond Chandler. El simple arte de escribir. Cartas y ensayos

Ed. T. Hiney y F. Macshine

15 abril, 2004 02:00

Raymond Chandler

Traducción de César Aira. Emecé. Barcelona, 2004. 215 págs, 19’50 euros

Tom Hiney, uno de los coeditores de estas cartas y ensayos de Raymond Chandler, comienza su introducción con una cita del escritor que pone de chupa de dómine a los autores de antologías, especie particularmente fatua entre los que, pasados los años, Cela calificaría como "glosadores, comentaristas y demás ralea".

No faltan entre las páginas de Chandler nuevas puyas contra los críticos, una pandilla de lanzadores de cuchillos de los que no cabía esperar el menor atisbo de caridad, y de la quema no se salva ni el mítico TLS -a pesar de lo british que era Chandler- definido como una compilación de bromas de un grupo de profesores ancianos fosilizados en la preceptiva platónica. No obstante, me parece sumamente meritorio el trabajo realizado por el propio Hiney y su colega Frank MacShine porque, sobre los materiales autobiográficos de Chandler ya compilados por Frank MacShane, han encontrado nuevas aportaciones, las han contextualizado con buen criterio y ordenado en una secuencia más que puramente cronológica, verdaderamente dramática. Articulan así en cinco actos una selección de los miles de cartas que Chandler dejó, junto a algunos de sus poemas y otros escritos, entre ellos sendas crónicas sobre la entrega de los Oscar en 1946 -Chandler siempre se preguntó qué pintaba alguien como él en la meca del cine- y sobre Lucky Luciano cuando estaba ya retirado en Nápoles.

El retrato del mafioso es francamente benévolo, acaso porque a Chandler le pareció un hombre solitario como él mismo lo era. Probablemente sería imposible escribir una biografía del creador de Philip Marlowe muy diferente a ésta, porque Chandler fue un misántropo desarraigado, que sólo reconoció haber tenido una amistad íntima en toda su vida, la de su esposa Cissy Pascal, una modelo dos veces divorciada que se casó con él ocultando que le llevaba diecisiete años, y que con su muerte poco antes de la del propio escritor lo dejó sumido en "el momento más oscuro y desesperado de mi vida" (pág. 258), cuando el alcohol, que en su caso era compatible con la creación literaria, se enseñoreó de su vida de lobo estepario.

De este magma bien organizado obtendrá el atento lector otros jugosos frutos. Aparte de la clarividencia de que hace gala el autor, y que aplica a las sociedades americana y británica, a veces con tintes proféticos como cuando habla de las multinacionales y de la televisión como "el nirvana del pobre", dos son sus grandes temas: la relación del escritor con el cine y la naturaleza literaria o no de la novela de intriga. Por lo general, Chandler, que hubiese querido escribir una novela sobre Hollywood, considera que allí es imposible que fructifique el talento literario. Su teoría sobre el guión y las cualidades de los guionistas sigue teniendo plena vigencia, y Chandler llega a confesar que "yo nunca vi las cosas en términos de la cámara, sino siempre como escenas dramáticas entre personas" (pág. 285). Si bien de vocación tardía, se consideraba ante todo un autor de literatura, y tomaba por ofensivas las indicaciones que frecuentemente se le hacían de que escribiera "novela seria", o "una novela normal" como llegó a insinuarle Priestley. De amplia cultura libresca, adquirida en Inglaterra cuando su madre irlandesa se divorció de su padre bostoniano, echaba en cara a sus colegas que no supiesen escribir. Admiraba a Hammett y estaba dispuesto a reconocer que con agallas o con talento se podía triunfar en el género, pero no sin alguna de las dos cosas. En todo caso, para él de lo que se trataba era de "ganar delicadeza sin perder fuerza" (página 31) y a fe que lo consiguió con la figura de su famoso detective del que traza aquí un retrato admirable.

Chandler escribía de madrugada, acompañado de una botella y de un magnetófono al que dictaba estas cartas, que tienen por ello un desparpajo oral y una desinhibición políticamente incorrecta muy regocijantes. Y resulta muy interesante el elenco de sus corresponsales. Con ellos se colma el mapa entero del sistema literario, porque junto a E. S. Gardner o James M. Cain, figuran agentes literarios, editores, directores de revistas, periodistas, abogados, cineastas como Hitchcock o, incluso, admiradores de las novelas de Marlowe que se habían atrevido a escribir a su autor sin llegar a visitarlo nunca. Chandler se lo agradecía porque estaba convencido de que "conocerme en persona es la muerte de la ilusión" (página 110).