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A diferencia de otros autores rusos contemporáneos, que llevan a cabo una crítica directa del poder a través del realismo, Vladímir Sorokin (Moscú, 1955) elige un ángulo distinto, metafórico, simbólico, ambientando sus historias en fechas futuras como el 2028 o hablándonos de una Rusia hipertecnológica, gobernada por un Soberano, en un nuevo mundo que sigue reproduciendo el viejo esquema dual de señores frente a siervos, u opríchniks frente a oprimidos.

El Kremlin de azúcar

Vladímir Sorokin

Traducción de Jorge Ferrer. Acantilado, 2025. 240 páginas. 20 €

Tan solo en una ocasión se menciona a Putin, pero aclarando enseguida que fueron tiempos pasados.

La posición política y la crítica están muy presentes en los quince relatos de El Kremlin de azúcar, pero, lejos de ser el retrato o el espejo en el camino (que sí coloca por ejemplo Maxim Ósipov desde la perspectiva de un desesperado médico en la Rusia actual), aquí se espera que sea el lector quien lea entre líneas, interprete las señales y extraiga paralelismos y conclusiones.



La burla, la ironía y la parodia son las grandes armas del escritor desde el primer texto, con esa niña Marfusha en su último día de vacaciones de Navidad esperando el regalo (réplicas de Kremlins de azúcar) que el gran líder hace descender en globos desde el cielo en la Plaza Roja.

“Ahora todo Moscú enciende la estufa cada mañana y prepara la comida en ella a la manera rusa, tal como el soberano ordenó. Así se le presta una gran ayuda a Rusia y a su economía basada en el valioso gas”.



Se trata de un pueblo ruso tradicional, cuyos ciudadanos rezan al gobernante máximo o veneran a sus beatos, pero usan robots, perros eléctricos, rayos láser, y llevan siempre consigo sus “máquinas inteligentes”.

El Estado gobierna con mano firme y terrible pero ofreciendo a la vez una apariencia de radiante blancura (la propia fachada del Kremlin se pintó de un blanco cegador), tan edulcorada como los regalos que reparte. Entretanto, paranoicos ante los posibles enemigos externos e internos, construyen con mano esclava, ladrillo a ladrillo, “La Gran Muralla Rusa”.



Los quince relatos son quince maneras de denunciar la violencia gubernamental y la pretendida sacralidad del poder y de sus líderes y funcionarios en una Rusia devastada, habitada por juglares vagabundos que se cuelan con sus sobras de comida en casas señoriales en ruinas, por abuelos y padres cocainómanos, policías torturadores (poderosos y terribles los relatos “El atizador con su comisaría tecnológica” y “El rancho”, ambientado en la Siberia Oriental, donde un verdugo propina con su látigo castigos aleatorios entre los reclusos).

A veces elige Sorokin la estructura teatral y otras relata la ardiente ensoñación erótica de la propia Soberana, esposa del gran líder.

La burla, la ironía y la parodia son las grandes armas de Vladímir Sorokin desde

el primer relato

En este implacable sistema de control las rebeliones se reducen al ámbito privado (caso del personaje del enano que actúa en la Cámara de Risas del Kremlin, que sólo de vuelta a casa puede celebrar, como un aquelarre, su secreta burla).



La ironía conduce a llamar a una taberna o casa de bebidas “Moscú feliz”, ahí se reúnen valleinclanescamente ciudadanos de todos los pelajes que tienen en común la miseria y el embrutecimiento.



Relatos como “La película” son toda una caricatura del patriotismo ruso y de la sumisión mundial a los Estados Unidos de América.



“¡¿Cómo no vamos a respetar a los servidores del Soberano?! ¡Pero si sois el fundamento sobre el que se alza la Madre Rusia!”, se dice en “La casa de tolerancia”, en realidad un prostíbulo de lujo para los corruptos funcionarios del Estado que llegan en sus flamantes Mercedes, los nuevos señores que describe también con dureza el último de los textos, “Caer en desgracia”.