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Apenas meses después de la publicación de su espléndido ensayo Vida y muerte de un jardín de papel, Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) vuelve a la mesa de novedades con este Huésped del otro, libro hecho en colaboración con el artista Pedro Pertejo (León, 1953). Estamos ante una colección de 57 cabezas o efigies dibujadas al carboncillo que dialogan con otros tantos poemas breves que compendian todas las virtudes de la obra de nuestra autora.

Huésped del otro

Menchu Gutiérrez

Árdora, 2025

128 páginas. 17 €

Se trata de fragmentos o apuntes poemáticos, muchos de ellos en prosa –aunque también se emplea el verso–, en los que la escritura se afina y afila con una mezcla sugerente de intensidad y sencillez, de ligereza y periódicas cargas de profundidad, en un afán no tanto de glosar la propuesta visual de Pertejo como de recorrer la senda que se abre tras los dibujos (como indica la propia autora: "que el grafito inaugure un camino").

Estamos ante cabezas misteriosas, enigmáticas, que muchas veces esconden más que revelan, dibujadas con un trazo seco y sin embargo fluido que suele girar sobre sí mismo en forma de remolino y que en algunos casos opta por la mancha, el borrón, la saturación de las sombras. La poeta responde a ellos con una colección de retratos oblicuos e imaginarios, un abanico de posibles yoes que nos ayudan a saber quiénes somos o podemos ser.

El trazo de Menchu Gutiérrez es también económico, capaz de hilvanar un personaje con pocas puntadas y de conjugar zonas de sombra y de fuga con otras de claridad y detalles muy precisos. En no pocas ocasiones me ha parecido estar de nuevo en el mundo de sus primeros libros (La mano muerta cuenta el dinero de la vida, por ejemplo), pero con la sabiduría y precisión que dan los años, como si la obligación de ser fiel al dibujo y no abrumarlo con palabras –no ofuscarlo– fuera el salvoconducto mejor para aunar condensación y desnudez expresivas.

Es muy difícil llegar a la sencillez aparente de estas páginas. Una sencillez que a menudo coagula en forma de aforismos o frases sentenciosas que, lejos de cerrar, dejan entreabierta la puerta del sentido: "Reconoced que yo nunca pude practicar en mí esta cirugía, que coser frente a un espejo es descoser"; "¿A quién le darás las gracias por apartarte del camino recto?"; "Se ha ganado la edad que no se contempla en el espejo"…

La brevedad de los textos convive con una atención escrupulosa a su fluir, su cadencia, y no impide rápidas transiciones ni esas fisuras en su interior por donde, según decía Leonard Cohen, se cuela la luz.

El hecho evidente de que estamos ante una serie de retratos ficticios estimula las zonas más narrativas de esta escritura, pero es una narratividad que colinda con la lógica y las atmósferas del sueño: "El paisaje se interrumpe en una frontera que sólo el manso puede cruzar. Las zarzas son dúctiles, se doblan a la pisada con la suavidad de la hierba, arden como llamas de un fuego niño". Retomando la idea ya citada del camino que se abre tras los dibujos, lo que aquí se pretende es que "el camino se bifurque para entrar en el bosque, / que la verdad incompleta tenga su día de la semana".

Este cañamazo vagamente narrativo y onírico convive con imágenes de corte expresionista y un gusto por las preguntas sin respuesta, que el lector recibe como enigmas luminosos: "¿Cómo regresar al golpe indoloro? / ¿Cómo se posa el pájaro en el suelo de la inocencia?". El resultado, como era de esperar, tiene mucho de autorretrato, de espejo en el camino de una búsqueda interior, pero es el lector quien debe hacer el trabajo de completar las imágenes, su verdad. Vale la pena.

Quieto en su eje, sin abandonar su puesto de vigía,

el rostro se desplaza allí donde es requerido: el perro

desentierra un hueso febrilmente.

Al igual que la óptica del faro en su giro, el rostro

ilumina el hallazgo, ve cómo la inscripción desaparece

después entre sus dientes.

"No puedo vigilar el mundo entero", repite en su interior.

"Descansa, medita, respira".