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Seft avanzaba con dificultad por la Gran Llanura cargando a la espalda un cesto de mimbre lleno de sílex para intercambiar. Iba con su padre y sus dos hermanos mayores. Los detestaba a los tres.

La llanura se extendía en todas direcciones hasta el horizonte. La hierba verde del verano estaba salpicada de ranúnculos amarillos y florecillas de trébol rojo que, a lo lejos, se fundían en una bruma anaranjada y verdosa. Grandes manadas de ganado y numerosas ovejas, muchas más de las que era capaz de contar, pastaban contentas. No había ningún camino, pero ellos conocían el trayecto y sabían que tenían tiempo de sobra para llegar antes de que acabara el largo día estival.

El sol caía con fuerza sobre la cabeza de Seft. Casi toda la llanura era plana, aunque también había suaves subidas y bajadas, que no resultaban tan moderadas cuando llevabas una carga pesada a cuestas. Su padre, Cog, mantenía el mismo ritmo a pesar de los cambios en el terreno. "Cuanto antes lleguemos, antes podremos descansar", solía decir. Una obviedad muy idiota que molestaba a Seft. El sílex era la más dura de todas las piedras, y su padre tenía el corazón de sílex. Cog, de pelo canoso y tez cenicienta, no era muy alto pero sí fuerte y, cuando sus hijos lo contrariaban, los castigaba con unos puños como rocas.

Portada de 'El círculo de los días'.

Cualquier herramienta que tuviera un filo cortante estaba hecha de sílex, desde las hojas de hacha hasta los cuchillos o las puntas de flecha. Todo el mundo necesitaba sílex, así que siempre podían intercambiarlo por otra cosa que quisieran, como comida, ropa o animales. Algunas personas hacían acopio de él porque sabían que no perdía valor y no se deterioraba nunca.

Seft tenía muchas ganas de ver a Neen. Había pensado en ella todos los días desde la Ceremonia de Primavera. Se habían conocido su última tarde allí, y estuvieron hablando hasta que se hizo de noche. Neen fue tan agradable y simpática con él que estaba seguro de que le había gustado. Durante las semanas siguientes, mientras se deslomaba trabajando en el pozo de sílex, a menudo había recordado su rostro. En sus fantasías, Neen siempre le sonreía y se inclinaba hacia él para decirle algo. Algo bonito. Estaba preciosa cuando sonreía. Al despedirse, Neen le había dado un beso.

Como Seft trabajaba todo el día metido en un agujero en el suelo, no conocía a muchas chicas, pero las que se había cruzado hasta entonces no lo habían impresionado de esa forma. Sus hermanos, que lo habían visto con ella, adivinaron que estaba enamorado. Ese día, mientras caminaban, se burlaban de él con comentarios vulgares.

—Esta vez vas a metérsela, ¿eh, Seft? —dijo Olf, grandullón y tonto.

Cam, que siempre le seguía la corriente a Olf, se puso a mover las caderas como si embistiera, y entonces los dos se echaron a reír; casi sonaban como un par de cuervos en un árbol. Se creían ocurrentes. Continuaron un rato con burlas por el estilo, pero no tardaron en quedarse sin pullas. No eran muy imaginativos.

Ellos llevaban los cestos cargándolos con los brazos, sobre los hombros o encima de la cabeza, pero Seft había ideado una forma de atarse el suyo a la espalda con unas correas de cuero. Era complicado ponérselo y quitárselo, pero resultaba muy cómodo una vez estaba fijo en su sitio. Sus hermanos se reían de él y lo llamaban enclenque, pero Seft ya estaba acostumbrado a ese trato. Era el pequeño de la familia y el más inteligente, y le tenían manía por ser tan listo. Su padre nunca intervenía. Incluso parecía disfrutar viendo cómo discutían y se peleaban sus hijos. Cuando sus hermanos se metían con él, el hombre le decía que se curtiera.

A medida que avanzaban, Seft empezó a notar cada vez más el peso de su cesto, por mucho que lo llevara sujeto con su artefacto. Miró a los demás y reparó en que no estaban demasiado cansados. Le pareció extraño, porque él era igual de fuerte que ellos y, en cambio, estaba empapado de sudor. Por la posición del sol, parecía que ya era mediodía cuando Cog anunció un descanso y pararon debajo de un olmo. Dejaron los cestos y bebieron con sed de las vasijas con tapón que llevaban colgadas con cintas de cuero. La Gran Llanura limitaba con ríos al norte, al este y al sur, pero en su extensión había muy pocos arroyos o charcas, y muchos de ellos se secaban en verano; los viajeros sensatos llevaban su propia agua.

Cog repartió tajadas de cerdo frío y todos comieron. Seft se tumbó entonces boca arriba y contempló las frondosas ramas del olmo mientras disfrutaba del silencio. Apenas un rato después, su padre anunció que debían seguir camino. Seft se volvió para cargar otra vez su cesto y, al verlo, se extrañó. Los sílex de las vetas subterráneas eran de un negro intenso y brillante, con una suave corteza blanquecina por encima. Al golpearlos con una piedra, se les desprendían lascas, y así se les podía dar forma. Las piedras de sílex del cesto de Seft estaban ya medio trabajadas por su padre, que las había dejado de un tamaño más o menos adecuado para acabar siendo cuchillos, hojas de hacha, raspadores, punzones y demás utensilios. Cuando estaban a medio formar, pesaban algo menos y se transportaban mejor. También tenían más valor para un experto tallador de sílex, que terminaría dándoles su configuración definitiva.

Parecía que en el cesto de Seft había más sílex que cuando habían partido esa mañana. ¿Eran imaginaciones suyas? No, estaba seguro. Miró a sus hermanos. Olf sonrió de oreja a oreja y a Cam se le escapó una risilla. Seft comprendió al instante lo que había ocurrido. Mientras caminaban, esos dos habían cogido piedras de sus propios cestos y las habían echado disimuladamente en el suyo. Se acordó entonces de cómo se le habían acercado por detrás para hacerle bromas groseras sobre su amada. Así lo habían distraído, y él no se había dado cuenta de lo que tramaban en realidad. No era de extrañar que la caminata de esa mañana lo hubiera dejado exhausto.

Los señaló con un dedo.

—Vosotros... —dijo con enfado.

Los dos se echaron a reír, y Cog se les unió también. Era evidente que estaba al tanto de la jugarreta.

—Cerdos asquerosos —les soltó Seft con ira.

—¡Pero si solo era una broma! —repuso Cam.

—Muy gracioso. —Seft se volvió hacia su padre—. ¿Por qué no se lo has impedido?

—No te quejes tanto —contestó este—. A ver si te curtes de una vez.

—Ahora tendrás que llevarlas lo que queda de camino, porque has caído en la trampa —dijo Olf.

—¿Eso es lo que crees? —Seft se arrodilló y volcó el cesto para tirar unos cuantos sílex al suelo, hasta quedarse más o menos con la misma carga que al principio.

—No pienso recogerlos —advirtió Olf.

—Yo tampoco —dijo Cam.

Seft levantó su cesto, que ya pesaba menos, y se lo recolocó alrededor de los hombros antes de echar a andar.

—¡Vuelve aquí! —oyó que exclamaba Olf.

No hizo caso.

—Vale, pues voy a por ti.

Seft dio media vuelta, siguió andando hacia atrás y vio que Olf avanzaba hacia él. Un año antes, se habría rendido y habría hecho lo que le decía su hermano, pero desde entonces había crecido y se había hecho más fuerte. Olf todavía le daba miedo, pero no pensaba ceder ante ese temor. Alargó una mano hacia atrás por encima del hombro y cogió un sílex del cesto.

—¿Quieres llevar otro más? —preguntó.

Olf soltó un gruñido furioso y arrancó a correr.

Seft le tiró la piedra. Tenía los brazos potentes de un joven que se pasaba todo el día cavando, así que la lanzó con fuerza. El sílex alcanzó a Olf justo encima de la rodilla y lo dejó aullando de dolor. Aún dio otros dos pasos cojeando, pero cayó al suelo.

—La próxima te abrirá la cabeza, so animal —amenazó Seft, que se volvió hacia su padre y añadió—: ¿Así de curtido te vale?

—Basta de estupideces —advirtió Cog—. Olf y Cam, cargad con vuestros cestos y arreando.

—¿Y las piedras que Seft ha tirado al suelo? —preguntó Cam.

—Recógelas, pedazo de idiota.

Olf se puso de pie como buenamente pudo. Estaba claro que no tenía ninguna herida grave, aparte de la de su orgullo. Cam y él recogieron los sílex y los metieron en sus cestos, luego siguieron a Seft y a Cog, aunque Olf cojeaba.

Cam alcanzó a su hermano pequeño.

—No deberías haber hecho eso —dijo.

—Solo ha sido una broma —repuso Seft.

Su hermano aminoró el paso y él siguió adelante. El corazón le latía deprisa: había pasado miedo, pero la jugada le había salido bien..., de momento.

En el tiempo transcurrido desde la Ceremonia de Primavera, Seft había decidido que abandonaría a su familia en cuanto tuviera ocasión, pero todavía no había encontrado la manera de ganarse la vida él solo. En las minas siempre se trabajaba en equipo, nadie excavaba en solitario. Debía planear bien su futuro. Sería demasiado humillante tener que regresar junto a su familia, abatido y hambriento, para suplicarles que le dejaran ocupar su antiguo lugar.

Lo único de lo que estaba seguro era de que quería que Neen formara parte de ese plan.