En los días espesos del verano, cuando el calor parece invitar al abandono y la pereza, es fácil imaginar al Marqués de Bradomín navegando en su góndola por el mar de Monterrey, envuelto en perfumes de gardenias y deseos. Sonata de estío, publicada en 1903, es la segunda de las Sonatas de Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936), ese ciclo de novelas cortas en el que el escritor gallego se dejó llevar por la música del lenguaje, la sensualidad del recuerdo y el decadentismo de fin de siglo.
Es también, acaso, la más voluptuosa de las cuatro estaciones del Marqués, un verano en llamas y enmohecido por la pasión.
Valle-Inclán no inventó el verano, pero lo escribió como si fuera suyo. En Sonata de estío funde esta estación con el erotismo, la aristocracia moribunda con la fiebre de los cuerpos jóvenes, el catolicismo con lo pagano. Todo en la novela transpira calor, desde los jardines húmedos del pazo gallego hasta el aliento de las mujeres que rodean al Marqués. Es una obra que, como muchas cosas en Valle, huele. Y ese olor es dulzón, como de fruta que empieza a pasarse al sol.
El protagonista, el famoso Marqués de Bradomín —"feo, católico y sentimental"—, es uno de los grandes personajes de la literatura española. Una mezcla de Don Juan y antihéroe, su figura atraviesa las cuatro Sonatas como un dandy crepuscular que siempre llega tarde y ama demasiado. Sonata de primavera lo muestra joven y en Italia, entre monjas y primeros amores; Sonata de estío, en Galicia, en plena madurez y en un estado constante de deseo.
Continuando, Sonata de otoño, en México, rodeado de revoluciones y muertos; y Sonata de invierno, en el monasterio, en el tiempo del arrepentimiento y el frío. Pero es en el verano donde el Marqués alcanza su plenitud y también su caída.
La trama es sencilla, casi secundaria frente al estilo: el Marqués llega al pazo de Brandeso y se enamora —o al menos lo finge con pasión sincera— de su sobrina política, la joven y angelical niña Estrella. Alrededor de ellos giran personajes como la madre enfermiza, la institutriz alemana, la criada Tentación…
Y todo está contado con un lenguaje cargado de imágenes, adjetivos, repeticiones y una musicalidad que parece imitar las sonatas musicales del título. Sus frases son largas y llenas de curvas, como el cuerpo de Estrella o como el propio verano.
Retrato de Valle-Inclán. Foto: WikiMedia Commons
Hay páginas que parecen derretirse. "El aire era tan quieto, tan perfumado y ardoroso, que parecía henchido de amor y de música. Las gardenias reventaban en los jardines, y en la galería dormía la siesta una monja pálida como una flor nocturna", escribe Valle, fundiendo la meteorología con la joyería, la tarde con el delirio.
Más adelante, en otro momento de plenitud canicular, se lee: "Las cigarras cantaban bajo el sol vibrante, y un perfume de flores recalentadas llenaba el aire pesado del jardín". Uno casi puede oír el zumbido de la vida vegetal, el peso del calor sobre las enaguas, la quietud eléctrica del deseo. "Aquel jardín parecía dormido en la siesta de oro del verano".
Atardeceres eternos
Si hay algo que convierte a Sonata de estío en una lectura ideal para agosto es precisamente su clima emocional. Es una novela que pide leerse con un abanico en la mano, con el rumor de las chicharras al fondo. El Marqués cabalga al atardecer, cena bajo los árboles, suspira en alcobas oscuras.
Todo lo que ocurre está envuelto en una bruma dorada, como si el pasado fuera más verdadero que el presente. Y esa nostalgia sensual es, en cierto modo, lo más veraniego que hay: la sensación de que algo hermoso está ocurriendo y se va a acabar pronto.
Valle-Inclán, por su parte, fue un hombre de verano perpetuo. Nacido en Villanueva de Arosa en 1866, fue escritor, dramaturgo, periodista, polemista y figura extravagante del Madrid literario. Empezó escribiendo con un estilo modernista y simbolista —del que las Sonatas son ejemplo perfecto— para luego derivar hacia el esperpento, esa invención suya que consistía en mirar la realidad a través de los espejos deformantes del callejón del Gato y que culminó en su obra más reconocida Luces de Bohemia (1924).
Fue un artista total: cultivó la novela, el teatro, la poesía, el artículo político. Perdió un brazo en una pelea de café, vivió en México, fue carlista, republicano, místico, anticlerical, y murió en 1936 sin renunciar a su leyenda.
El ciclo de las Sonatas, escrito entre 1902 y 1905, marca una etapa luminosa de su obra. En ellas hay algo de Proust antes de Proust, algo de Oscar Wilde, mucho de Rubén Darío. Son, también, un ejercicio de estilo, una apuesta por una prosa que se deja llevar por los sentidos y la forma, más que por la trama. Valle construye un mundo aristocrático en decadencia, lleno de jardines, reliquias, amantes, y lo hace con una mirada tan irónica como afectuosa. El Marqués es una caricatura y un ideal. Su mundo se está muriendo, pero lo hace con elegancia.
Hoy, cuando las novelas se escriben como si fueran guiones y todo tiende a lo plano y directo, leer Sonata de estío es como tumbarse bajo un limonero con una copa de vino dulce. Es una experiencia sensorial, lingüística y estética. Quizá no ocurra "nada" en ella, pero el lector termina embriagado. No es una historia para leer deprisa, sino para saborear. Como el verano mismo.
