Tal día como hoy, hace exactamente 10 años, Antonio Pampliega (Madrid, 1982) estaba siendo secuestrado por Al-Qaeda y pasó casi 300 días encerrado en una celda recibiendo palizas diarias. El veterano corresponsal no necesita presentación para quienes han seguido su trayectoria en conflictos como Siria, Afganistán o Ucrania. Durante más de una década, este reportero freelance puso el cuerpo y la voz allí donde otros no querían mirar.
Aquella experiencia lo marcó para siempre. Pero también su vuelta: las secuelas psicológicas, la indiferencia de algunos medios, la dificultad de encajar de nuevo en la vida civil. Con Cowboys en el infierno, Pampliega se despide del reporterismo de guerra a pie de trinchera. Lo hace desde la ficción, sí, pero también desde la memoria, el duelo y la dignidad. Hablamos con él sobre lo que queda cuando se apagan los disparos: la rabia, la hermandad, el miedo, la adicción y el silencio. Sobre todo, el silencio.
Pregunta. Cowboys en el infierno se presenta como una novela, pero usted ha dicho que cerca del 80% de lo que cuenta es verídico. ¿Dónde empieza la ficción y dónde termina el testimonio?
Respuesta. Esa línea la debe marcar el lector. Me interesa que quien lea el libro busque en Google lo que cuento sobre Siria y se plantee si es real o no. Quiero que se enfrente a esa duda. Casi todo lo que narro desde el lado del periodismo es verdad, salvo un par de cosas muy concretas. He usado la ficción para contar más y mejor.
P. ¿Por qué optó por una novela y no por un ensayo o una crónica?
R. Porque quería llegar a más gente. El ensayo es muy de nicho, lo leen periodistas o gente especializada. Yo quería escribir una historia de aventuras sobre corresponsales de guerra que cualquiera pudiera leer. Algo así como el Territorio comanche del siglo XXI. La novela me permite contar cosas que el ensayo no me dejaría, porque ahí uno tiene que ceñirse estrictamente a los hechos.
P. ¿Cuánto hay de Lucas Corso (protagonista de la novela) en Antonio Pampliega? ¿Y de El Guaje en Manu Brabo?
R. Lucas Corso es mi alter ego. Salvo alguna escena de ligoteo inventada, todo lo demás es bastante fiel a mi personalidad. Y El Guaje es Manu. He intentado retratarlo con fidelidad, con su humor negro, con ese carácter tan suyo. Espero que, cuando lo lea, se vea reflejado y no me eche la bronca.
Heridos fotografiados fuera del hospital Dar al Shifa en Alepo. Foto: Antonio Pampliega
P. En la nota inicial escribe: “Esta novela es una despedida”. ¿Es un cierre definitivo?
R. Es un punto y aparte. Seguro que es una despedida del periodismo freelance. Ya no puedo permitírmelo. Tengo 43 años, una hija, facturas… Si vuelvo a un conflicto, será con un medio que cubra los gastos. También es un homenaje a todos los que estuvimos en Alepo. De aquel grupo, solo quedamos Manu, Fabio y yo.
P. ¿Su hija sabe a qué se dedicaba su padre?
R. Tiene casi cinco años. Escucha cosas, ve imágenes en la tele. Estuvo en una presentación y me preguntó si era un ladrón, porque en una historia me pusieron esposas. Ya entiende que su padre va a la guerra a hacer fotos. Aún es pequeña, pero poco a poco se lo iré contando. Quiero que se sienta orgullosa.
P. ¿Y si en unos años le dice que quiere seguir sus pasos?
R. Mi mujer me mata. Pero si lo decide, hablaré con ella. Le explicaré los riesgos y también lo que puede ganar: valores que aquí no se enseñan. La guerra te da una visión única de la vida. Pero que lo haga con condiciones dignas, no como las que yo tuve.
P. ¿Qué valores tiene la gente que aquí no se ven?
R. Humanidad. En Siria vi a una anciana abrir su casa cada mañana para dar de comer a los niños del barrio. O a un hombre fotografiar cadáveres sin identificar para que sus familias pudieran encontrarlos. Eso es generosidad. He visto más humanidad en la guerra que aquí. En el peor sitio del mundo, hay esperanza.
"La guerra te da una visión única de la vida"
P. ¿Ha cambiado su visión del ser humano?
R. He visto lo peor, pero también lo mejor. Frente a la barbarie, hay gestos de una bondad inmensa. Frente a monstruos como Netanyahu, existen personas como Alberto Cairo. En ellos hay que creer. Cairo lleva desde los 90 en Afganistán ayudando a amputados. A ellos hay que aferrarse. A los buenos.
P. ¿Qué le ha enseñado el proceso de escritura de este libro?
R. Empecé escribiendo con rabia. Tenía páginas llenas de odio hacia esta profesión. Pero no quería que la gente leyera solo frustración. Quería contar una historia de amistad, de familia en medio del caos. Me he dado cuenta de que, pese a todo, pese al secuestro, he sido muy feliz haciendo lo que hice. Y lo volvería a hacer.
Antonio Pampliega apenas esquivando unas balas en Deir Ez-zor, Siria. Foto: Antonio Pampliega
P. En el libro hay una escena brutal: un sanitario levanta tres piernas amputadas y grita a cámara: “Welcome to Aleppo”. ¿Cómo se vive algo así?
R. En ese momento, no piensas. Llevábamos horas en el hospital. Ya habíamos visto esas piernas. Haces la foto sabiendo que nunca se publicará. Aquí no queremos ver eso. Te vuelves insensible. Es triste decirlo, pero es así.
P. ¿Esas imágenes vuelven a su mente hoy?
R. Ya no, gracias a Dios. Solo cuando preparo clases o reviso archivos. Pero lo que sí me afecta es el ruido. No soporto los restaurantes llenos de gente. Tras el secuestro, me acostumbré al silencio ya que estuve casi 300 días solo en completo silencio. Eso deja cicatriz.
P. ¿Su salud mental ha mejorado?
R. Mucho. Desde 2022 estoy en tratamiento con un psiquiatra. Ahora también con un psicólogo. Aún no estoy al 100%, pero estoy mejor. Eso sí, ya no puedo ver ciertas imágenes. Cuando veo imágenes de niños muertos o sufriendo en Gaza, veo a mi hija.
P. ¿Qué aprendió del miedo?
R. Aprendí a no huir de él. En la guerra, el miedo está siempre presente: te acompaña cuando cruzas una calle bajo francotiradores, cuando te metes en un coche sin saber si hay una bomba debajo, cuando grabas una imagen sabiendo que podría ser la última. Al principio uno tiende a bloquearlo, a negarlo, pero con el tiempo entendí que el miedo no es el enemigo, sino una herramienta.
»Y esa capacidad de mantener la calma, de pensar en frío cuando todo alrededor arde, me ha servido también en mi vida personal. Cuando nació mi hija y hubo complicaciones en el parto, todos entraron en pánico. Yo no. Ese control emocional, esa sangre fría, es herencia directa del miedo que viví en el frente.
De derecha a izquierda: James Foley (decapitado por el Estado Islámico), Zac Baillie, el premio Pulitzer Manu Brabo y Antonio Pampliega. Alepo, 2013. Foto: Antonio Pampliega
P. ¿Cómo se reconstruye una vida después del infierno?
R. No se reconstruye. Vuelves a casa y no reconoces el lugar en el que vivías, ni a la gente, ni a ti mismo. Muchos buscamos vías de escape: algunos beben, otros se drogan, otros se encierran. Por eso es fundamental que se hable más de salud mental en este oficio. Los periodistas que vuelven de una guerra necesitan ayuda profesional. Todos.
P. ¿Cómo afectó todo esto a su entorno?
R. Intentaba proteger a mis padres. No les contaba nada. Ni fotos ni relatos. A mis amigos tampoco. No quieren escuchar esas cosas, te cambian de tema y acabáis hablando de cosas banales. Pero luego hay desconocidos que te piden que cuentes más, como si la guerra fuese un espectáculo.
Heridos llegando al hospital después de un bombardeo sobre la ciudad de Alepo. Foto: Antonio Pampliega
P. ¿Le ha ayudado este libro a cerrar heridas?
R. Mucho. Escribir este libro ha sido una forma de reconstruirme. Mi psiquiatra me animó a escribirlo. Me dijo: “Te hará bien”. Y así ha sido. Le regalé un ejemplar. Me dijo que ahora toca caminar hacia otra etapa. Esta ya está cerrada.
P. ¿Dejó fuera alguna historia por pudor o respeto?
R. Solo por falta de espacio. Si el libro funciona, habrá una segunda parte. Lo único que me costó fue novelar el secuestro de James Foley. Era mi amigo. Lo he hecho con mucho respeto.
P. Este año se cumplen 25 años del asesinato de Miguel Gil. ¿Qué supuso para usted?
R. Cuando lo mataron, yo empezaba la carrera. Luego supe más sobre él a través de colegas como Gervasio Sánchez o Ramón Lobo. Me habría encantado conocer a su madre, sentarme a hablar con ella. Todo lo que he leído de Miguel me hace pensar que era un periodista y una persona excepcionales.
P. ¿Qué opinas sobre las corresponsalías actuales?
R. Los corresponsales se van a extinguir. Ahora las guerras se cuentan por TikTok y muchas veces por gente que es parte del conflicto. Se pierde el contexto, la objetividad. Eso me da miedo. Y encima, desde las redacciones se nos trata con desprecio. Hay un medio que borró todo mi archivo tras el secuestro para no verse salpicados. Eso es repulsivo.
P. ¿Cree que el periodismo sigue teniendo sentido?
R. Todo el sentido. Escuchar a alguien que nunca ha sido escuchado, darle nombre y apellidos a su dolor… Eso justifica todo. Pero hay que respetar la profesión. Lo que no podemos es convertirla en espectáculo.
P. ¿Alepo sigue apareciendo en sus sueños?
R. No. Pero quiero volver. Me gustaría hacer un programa sobre Siria. Sentarme frente a Bashar al-Ásad y decirle: “Tú ordenaste mi secuestro, ¿por qué?”. No quiero venganza. Solo respuestas. Eso me daría paz.