El dibujante, pintor, escritor, fotógrafo y pionero del cómic underground Nazario (Castilleja del Campo, Sevilla, 1944), superviviente de la movida barcelonesa de la Transición, es también un notable memorialista. Después de narrar sus andanzas de aquella época en La vida cotidiana del dibujante underground y la etapa inmediatamente anterior en Sevilla y la Casita de las Pirañas, publica ahora su tercer libro autobiográfico, en el que aborda su peculiar relación con el grupo de alcohólicos que pernocta, bebe, ríe, pelea, mendiga y ve la vida pasar en la plaza Real de Barcelona, donde reside desde hace décadas.
Llevaba años fotografiándolos sin que ellos lo supieran desde su ventana, pero nunca había intercambiado una palabra con ellos, hasta que un día un misterioso impulso, del que se arrepiente de inmediato, le lleva a entablar conversación con Mich, un sintecho marroquí al que le falta una pierna y se mueve en silla de ruedas, al igual que dos de sus compañeros de tetrabriks, chascarrillos y penurias, la alemana Helga y el punki Moisés. Así comienza un vínculo que va estrechándose y lleva a Nazario a cocinar diariamente para ellos, sufragarles pequeños gastos y convertirse en su confidente.
Aunque el autor parece no darse cuenta –o al menos no lo reconoce abiertamente– hasta bien avanzada la escritura, el lector intuye desde las primeras páginas que su “anárquica actitud filantrópica individualista” brota espontáneamente como antídoto contra la devastadora soledad que sufre desde la muerte en 2014 de Alejandro, su pareja durante 36 años, y la de su único hermano.
Crónicas del gran tirano
Nazario
Anagrama, 2025
208 páginas. 20,90 €
Mich es el cabecilla de los sintecho de la plaza, y también el protagonista de este retrato coral. Como los buenos personajes de ficción, está lleno de aristas y contradicciones. Es cariñoso y zalamero, pero también déspota, mezquino, egoísta y protestón, “un maniático mitómano y un victimista crónico” y, por supuesto, el “gran tirano” al que alude el título.
A pesar de todo, su magnetismo hace que sus compañeros de la plaza, los voluntarios de las asociaciones que lo atienden y el propio Nazario –y, por extensión, también el lector– se preocupen continuamente por él. Y eso es precisamente lo que quiere: “Porque al caprichoso Mich, como a cualquier niño, le encantaba ser el foco de atención y que todos estuvieran pendientes de él, que le rogasen, que lo buscasen, que lo echasen de menos y que sufrieran por él”.
Las constantes idas y venidas de los miembros del grupo entre albergues, hospitales y centros de desintoxicación, riñas por robos de transistores y otros rifirrafes cotidianos se entrelazan con algunas confidencias de Nazario sobre las relaciones con sus amantes esporádicos o su propio pasado como alcohólico, revelando que llegó a ingerir diariamente “tres o cuatro litros de cerveza por la mañana y cinco o seis gintónics por la noche”.
Además del interés del relato, cuajado de peripecias entretenidas –y algunos dramas– que acercan la experiencia de su lectura a la de una novela, el libro resulta valioso por cuanto tiene de crónica de ambiente de la vida en la plaza, que transcurre a dos velocidades: el frenesí turístico, hostelero y comercial y el lento discurrir de unas vidas varadas al margen del sistema que Nazario dignifica con su esmerada dedicación, ya sea consignándolas en estas memorias o envolviendo en papel de aluminio unas sardinas recién fritas.
