La vuelta a la novela de Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) se asienta en un esquema tradicional que conjuga una historia y sus personajes. En Vagalume, un escritor, César, asiste al entierro de otro escritor, Manolo Castro, quien fue, en la juventud de César, su maestro en el periodismo, la literatura y hasta en la vida. Nunca perdieron una estrecha relación amistosa y el fallecimiento impulsa un intenso ejercicio rememorativo solventado en un relato en primera persona.

Vagalume

Julio Llamazares

Alfaguara, 2023. 224 páginas. 19,90 €

Los recuerdos toman pronto una deriva particular, el análisis de una personalidad enigmática. Una desconocida le deja a César en el hotel un ejemplar de una antigua novela de Castro que la censura prohibió y guillotinó en la imprenta. Nuevos descubrimientos añaden incógnitas al personaje.

El relato, al detenerse en esos hechos, se configura como una narración de suspense, sostenida a lo largo de todo el libro, acrecentada con multiplicados enredos y mantenida con tensión algo folletinesca hasta las mismísimas páginas finales.

Pero no se trata de una simple novela de misterios y sospechas, a pesar de su enorme peso. La expectación está al servicio de intereses de mayor vuelo. La anécdota global pivota sobre una afirmación repetida: todos tenemos tres vidas, la pública, la privada y la secreta. En este último arcano de la personalidad se centra Julio Llamazares. Aunque no de forma abstracta sino a partir de un dato concreto de Manolo Castro: alguien tan bien dotado renunció para siempre a volver a escribir.

Pero lo incumplió en esa tercera vida. Con nocturnidad, encerrado en su despacho, como una luz que vaga, esa “vagalume” que utiliza de apodo, escribió sin descanso e hizo un buen número de obras que escondió a todo el mundo, incluida su familia. Y las guardó aunque no le habría sido difícil encontrar editor. La trama despeja la recóndita razón, que no debo detallar, de ese raro proceder.

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La anécdota puede parecer algo rebuscada, pero no estamos ante un caso insólito de autor que se autosilencia. Habrá tenido Llamazares en mente a Mario Lacruz, editor de sus primeras novelas, muy considerable novelista que dejó un armario con obras inéditas desconocidas.

Esta presunta base vivencial se intensifica, por otra parte, en Vagalume al recrear como marco una ciudad mortecina y decadente no nombrada, pero sin duda trasunto del León de la juventud del propio autor. Todo ello funciona como un soporte de experiencias que favorece la autenticidad del tema. Que es, dicho ya en corto, la pasión de escribir, abordada de forma un tanto especulativa.

Llamazares transforma la intriga en trampolín para la reflexión sobre el peso de la memoria y las ilusiones

La anécdota —por qué Castro escribe en secreto— se convierte en leitmotiv de la novela a partir de una impronta autobiográfica. Por medio de Castro, Llamazares habla de sí mismo y de la peculiaridad de dedicar la vida a algo tan raro como el oficio de escribir. No disipa el misterio pero queda claro que se trata de una fuerza ineludible, casi una especie de destino. Esa querencia, por otro lado, no la sacraliza pues la limita a ser una luciérnaga en la noche que busca iluminar con su luz el sentido de la vida.

Julio Llamazares transforma la intriga en trampolín para la reflexión. Acerca de dicho motivo principal, pero desde luego, no solo. A él agrega otros muy diversos asuntos. El más notable se refiere al implacable paso del tiempo, sentido con no poca melancolía. También acerca del peso de la memoria, el valor de la experiencia, las ilusiones, las complejas relaciones privadas y la amistad. Así, el logrado gancho del suspense da paso en Vagalume a un ameno relato de pensamiento.