Alex Halberstadt (Moscú, 1970) salió de su Unión Soviética natal una década antes de que cayera el telón de acero. Tenía nueve años y otro nombre, Aleksandr Viacheslavovich Chernopisky, que enseguida cambió por ese Halberstadt, herencia de su madre judía.

"Mi nombre fue una de las muchas cosas que me había llevado conmigo y a las que intenté renunciar", cuenta en Jóvenes héroes de la Unión Soviética (Impedimenta), unas memorias familiares que son mucho más: un ajuste de cuentas con el padre, el relato de una infancia soviética llena de suculentos detalles, una crónica del Holocausto en Lituania, una historia abreviada de Rusia y una meditación sobre la identidad y la migración y sobre los miedos heredados.

Halberstad tiene, digamos, una familia interesante. De padre ruso, su abuelo formó parte de la guardia personal de Stalin, además de estar bajo las órdenes del temible Beria en la policía secreta. El padre, un hombre enamorado de Occidente cuando serlo en Rusia te obligaba a la clandestinidad, se quedó en la URSS cuando él y su madre, una judía lituana a la que su marido hizo tremendamente infeliz, emigraron a EEUU. Sus abuelos maternos, Raísa y Semión, supervivientes del Holocausto, emigraron a Nueva York con más de sesenta años, junto a Halberstadt y su madre.

El autor se pregunta al comienzo del libro por los traumas heredados. Es el punto de partida. Cita un estudio con ratones de la universidad de Emory, en Atlanta, donde expusieron a un grupo de roedores a un producto químico que olía a flor de cerezo, para luego administrarles descargas eléctricas. Tiempo después, los ratones torturados asociaban el aroma a cerezo con el dolor por las descargas, y temblaban de miedo al olerlo.

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Lo sorprendente del estudio, no obstante, fue que la siguiente generación, a la que nunca administraron descargas eléctricas, también temblaba con ese mismo aroma. "¿Podría ser que también nosotros tembláramos de miedo ante estímulos que no podíamos identificar ni recordar, estímulos cuyo origen se hallara décadas antes de nuestro nacimiento?", se pregunta Halberstadt.

'Jóvenes héroes de la Unión Soviética'

Y para dar respuesta viaja de adulto al lugar donde todo empezó. Va en busca de su anciano abuelo, Vasili, cuyos relatos se ocupa de corroborar o de refutar como puede. Porque, bien mirado, todo en la URSS de Stalin resulta inverosímil. Por ejemplo, el abuelo le narra la primera vez que vio al dictador, el 8 de noviembre de 1932.

El joven Vasili fue invitado a uno los banquetes que Stalin solía dar para su colaboradores. Lo especial de aquella noche es que al día siguiente la mujer de Stalin apareció muerta en extrañas circunstancias; más o menos entonces, según los historiadores, comenzó el Gran Terror. A su abuelo, recuerda Halberstadt, "le temblaba la voz cuando hablaba de Stalin", con quien solo cruzó algunas palabras, a pesar de trabajar durante años en su círculo, "media docena de veces más o menos".

A los Halberstadt, la familia materna, los atropelló la historia europea del XX por otros motivos. El periodista data la llegada a Lituania de su familia cuatrocientos años atrás, a una Lituania que mostraba hacia los judíos una tolerancia fuera de lo común. A los veinticinco años, comenzada la Segunda Guerra Mundial, Semión se enroló en el ejército soviético y durante los cuatro años siguientes no supo qué había sido de su familia.

"Lo poco que yo he podido averiguar —dice Halberstadt— proviene de informes y de estadísticas rudimentarias compiladas por los oficiales de las SS que llegaron a Kaunas unos días después de que mi abuelo escapara". Y añade: "Es más de lo que Semión [su abuelo] pudo averiguar en toda su vida". Los asesinaros a todos. Halberstadt, ante la falta de datos sobre su final, se centra en la memoria familiar, trazando una memorable reconstrucción de la vida judía en Lituania antes de su aniquilación.

El escritor también narra el matrimonio de sus padres, cuyo primer encuentro resume bien el clima de la URSS a finales de los sesenta. Su padre se acercó a su madre mientras ella leía un relato de Flannery O’Connor. Le dijo que había oído que tenía copias de poemas de Brodsky.

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"Gran parte de la mejor ficción y poesía de los últimos años estaba prohibida oficialmente y circulaba en forma de fajos de copias en papel carbón conocidas como samizdat; las alquilaban a veces por periodos tan breves como un día o incluso unas pocas horas", cuenta Halberstadt. Meses después, con su madre ya embarazada, se casaron en un zigurat de hormigón llamado Palacio del Matrimonio, en el bulevar Leningrado.

Sus padres hicieron del piso moscovita donde Halberstadt se crio un "altar dedicado a Occidente", con pósteres de Louis Armstrong o Ella Fitzgerald y los cajones a rebosar de poesía clandestina. "Como miles de moscovitas, mi padre era un fartsovshchik, un estraperlista", cuenta Halberstadt. Al principio vendía libros, pero en poco tiempo se convirtió en un conocido proveedor de música de contrabando. Los discos daban más dinero y él ideó un modelo de negocio imbatible: si alguien iba a su casa a por una copia de John Coltrane Live at the Village, le obligaba a llevarse el disco como parte de un lote.

Las desapariciones de su padre fueron volviéndose parte del paisaje habitual, sus infidelidades eran cada vez más evidentes y el niño veía a su progenitor con una mezcla de admiración y temor. "Cuando tenía cinco años, veía a mi padre como el antagonista de una novela, un personaje con escasas apariciones pero que desempeñaba un papel dramático fundamental", recuerda Halberstadt.

El título de las memorias, Jóvenes héroes de la Unión Soviética, es precisamente el del primer libro que Halberstadt recuerda de la escuela, un compendio de actos patrióticos realizados por niños, que a menudo sufrían por su heroísmo sangrientas y brutales torturas, fusilamientos o ahorcamientos por parte de los enemigos de la URSS. Halberstadt, un niño soviético más, cuando su profesora preguntaba: "Niños, ¿cuál es el país más agresivo del mundo?", levantaba la mano con entusiasmo y respondía: "¡Israel!". En aquella época empezó a llevar en secreto las primeras manifestaciones de su homosexualidad.

Su madre tomó la decisión de emigrar "cuando la carne empezó a desaparecer de los supermercados". Por entonces, el padre de Halberstadt empezó a pasar más tiempo con él. El niño no sabía que se estaba despidiendo. Las normas para los emigrantes estaban claras: solo podían sacar del país un álbum de fotos, ninguna obra de arte ni antigüedades, cinco gramos de oro como máximo y ciento treinta y siete dólares

americanos.

En el aeropuerto les volcaban las maletas y les cortaban con un cuchillo la suela de los zapatos. Eran traidores a la patria. Halberstadt recuerda las palabras de su madre cuando se despedían de su padre a lo lejos, en el aeropuerto de Moscú: "Mira bien a tu padre, porque nunca volverás a verlo".

Pero el libro no termina con la llegada de Halberstadt, su madre y sus abuelos al Nueva York de finales de los setenta, ni con la insospechada aparición de Brodsky (con quien su madre estuvo viéndose durante un tiempo), ni con el despertar de su vocación literaria.

El libro termina con un epílogo en Rusia, en un lugar remoto, aislado, en la confluencia entre el Volga y el Ajtuba, donde, muchos años después, enviado por una revista para que redactara un artículo, el escritor adulto se va a pescar con su padre, el mismo al que un día le dijeron que no volvería a ver. Es allí donde Rusia, con su historia, adquiere las hechuras de un trauma y el escritor se pregunta si, como en el caso de los ratones del laboratorio de Emory, no estará el ruso condenado a una "transmisión intergeneracional de miedo, sospecha, dolor, melancolía y rabia".