Vino alguien del cuerpo diplomático a avisarme: me había tocado ir a rescatar el cadáver de Héctor que desde hacía días tenían secuestrado los aqueos. Que no se le rindieran honras fúnebres y se cremase para que al fin su alma traspusiera las puertas del Hades, desesperaba al Rey Príamo que, al parecer, estaba dispuesto a ir él en persona a solicitar la devolución del cuerpo de su hijo y entregar el rescate que Aquiles, su vencedor, exigiese. El Consejo de Estado desaconsejó esta posibilidad y encargó la tarea a uno de los dobles del Rey (ni yo mismo sé cuántos somos, sólo puedo decir que en 15 años de servicio sólo he hecho de Príamo seis veces, siempre en tediosas ceremonias protocolarias).

El diplomático no quiso confirmarme si el derrotado en combate ante las murallas de Troya había sido el verdadero Héctor o alguno de sus dobles, aunque yo suponía que había sido el auténtico porque oí a unos criados hablar de la ejecución de 12 hombres que eran todos la viva imagen de Héctor (o sea, que si mataban a sus dobles es que el auténtico había muerto de verdad, aunque también podía ser que el auténtico aprovechase que lo habían matado –en la figuración de uno de sus dobles– para jubilarse, retirarse al fin con esposa e hijos a tierra incógnita donde vivir tranquilo después de tanta sangre (aun en el caso de que seguramente él no había intervenido nunca en batalla alguna). Había que dar por segura la imposibilidad de una reaparición de Héctor, pues eso equivaldría a reconocer ante los griegos que los troyanos no se habían atrevido a enfrentar a Aquiles al verdadero hijo de Príamo y habían acudido a la indigna fullería de oponerle un doble.

El diplomático me tranquilizó: todo estaba pactado, habían hecho un trabajo minucioso de negociación con los aqueos y Aquiles se daba por satisfecho si, además de los muchos tesoros que ya estaban esperándome en un carromato, Príamo se presentaba ante él para suplicarle la devolución del cadáver. Convencido de que nuestro cuerpo diplomático, en su desesperación por recobrar a Héctor y darle funerales para liberar su alma, habían caído en una trampa, escribí cartas a los míos, a mi mujer, a mi hijo, a mi hija. Les contaba que si las recibían yo estaría muerto y era hora de que supiesen las razones por las que hace 15 años desaparecí de sus vidas, desaparición compensada por la fortuna anual que recibían de parte del Reino y a la que seguramente nunca acertaron a dar explicación.

Sin temer que fuera una trampa, le conté de mi vida anterior, de mi hijo, que seguramente había sido alistado en el ejército, de mi profesión de maestro

Me incrusté al fin en la ciega noche y sin dificultad alcancé la zona del campamento aqueo donde se desplegaban las tropas de Aquiles. Nuestros diplomáticos habían realizado una tarea intachable: se abrieron ante mi paso los sucesivos puestos de control y llegué a la tienda de Aquiles. De los que componían la guardia de esta, uno entró en la tienda para avisar y los otros tres vinieron a ayudarme a bajar del carromato y a registrarme y tenerme retenido hasta recibir la orden de que me dejasen entrar.

Allí estaba Aquiles, junto a sus dos más íntimos amigos, recién cenados, ante una mesa llena de sobras y copas de vino. Me impresioné no sé si por saberme ante guerrero tan legendario o porque, verdaderamente, era impresionante: no habían echado mano de la exageración los poetas que lo comparaban a un dios. Su voz, fría y metálica, no parecía dispuesta a condescender a la compasión. Empezó por atribuirme la culpa de todos nuestros males: la guerra sanguinaria, la muerte de su amado Patroclo, la muerte de mi propio hijo. Yo lo hubiera podido parar todo si hubiera entregado a Helena el primer día. El que tendría que haber muerto hace mucho no es ninguno de los cientos de muchachos que han muerto, sino tú, me dijo clavándome una mirada febril que no soporté. Me arrodillé ante él, besé sus manos asesinas, y haciendo como que tragaba el llanto supliqué que me devolviera el cadáver de Héctor, recordándole que nos vigilaba el futuro y no podía manchar su reputación de héroe si no la subrayaba con la nobleza de la piedad.

Él les hizo una señal a sus amigos que, contrariados, como si no se fiaran de mi brillante actuación, nos dejaron solos. Bueno, viejo, excelente, pero basta de teatro, me dijo, ¿crees de veras que voy a tragarme que el astuto Príamo iba a venir a mi tienda?, no me insultes, y vamos, levanta y siéntate y hablemos como lo que somos: meras representaciones… a mí me prendieron hace tres años para que hiciese de Aquiles, abandoné esposa e hijos, y acepté mi destino porque de lo contrario nos hubieran matado a todos, cuéntame sin temor tu caso.

Sin temer que fuera una trampa, le conté de mi vida anterior, de mi hijo, que seguramente había sido alistado en el ejército, de mi mujer y mi hija, de mi profesión de maestro: cuántos niños a los que enseñé a leer habían muerto en aquella guerra insensata, si en mi mano estuviera, yo mismo mataría al Príamo auténtico aunque ya fuera tarde para devolverle el aliento a tanto muchacho asesinado, a tanta muchacha violada, a tantos padres muertos de la pena. Quise saber si, como doble de Aquiles, le había tocado a él combatir con Héctor ante las murallas y me dijo que sí, había sido él, aunque no estaba seguro de que el vencido fuese el verdadero Héctor pero sí de que nunca se había enfrentado, haciendo de Aquiles, a guerrero mejor preparado. Le dije que yo no podía confirmarle que se tratara del verdadero Héctor aunque puede que lo fuera porque habían ajusticiado a todos sus dobles, a lo que no le dio el menor valor testimonial pues es costumbre también entre los aqueos eliminar a los dobles de cualquier autoridad en caso de que se produzca una muerte pública. Es por eso que me gusta hacer de Aquiles, agregó, prefiero que me maten en la lucha a que me maten porque han matado a otro de sus dobles.

Se nos fueron varias horas contándonos historias sobre nuestras vidas hasta que la aurora empezó a tejer el nuevo día y uno de los amigos de Aquiles entró y aconsejó que nos despidiéramos, pues el encuentro se había tramado sin conocimiento de los demás generales aqueos, que de enterarse bien podrían oponerse a la devolución del cadáver o exigir parte del botín que Troya pagaba.

Ya habían traído el cadáver de Héctor, al que unas maquilladoras habían adecentado después de la infamia padecida cuando Aquiles vencedor taladró sus tobillos y pasó por ellos una cuerda para arrastrarlo hasta su campamento. Nos despedimos con algo parecido a la simpatía, dos meras herramientas, utilizadas por poderes superiores a su antojo, que se habían dado el lujo por una noche de compartir sus amarguras. Me acerqué al carro, del que ya habían sacado todo el botín, y sentí que mi papel me exigía, antes de montar, acercarme al cadáver de Héctor y compungirme con la convincente fortaleza de un verdadero rey que sabe que no debe ofrecer signos de emoción a unos extraños pero a la vez es incapaz de impedir, por demostrar que es humano, que un hilo de tristeza o lástima quedase señalado en su semblante. Y sin embargo no pude taponar el alarido que me subió de las entrañas.

–Vaya con el viejo –oí que decía Aquiles a mi espalda– o es un gran actor o los troyanos han sido tan insensatos como para mandarnos al mismísimo Príamo y resulta que maté al verdadero Héctor.

Yo hundía los dedos en aquellos rizos abundantes, contemplaba aquel rostro sereno y aún joven, y aquella pequeña cicatriz en su frente, marca de una herida infantil que se hizo una tarde que yo recordaba nítidamente. Me abracé a mi hijo, al que hacía 15 años que no veía y de quien ignoraba que había sido reclutado para que oficiara como doble de Héctor, y me juré que gastaría lo que me quedara de vida en encontrar al Héctor auténtico y arrebatarle lo que me había arrebatado.

Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) es novelista (Totalidad sexual del cosmos, Seix Barral, 2019; Premio Nacional de Narrativa), ensayista (La novela del buscador de libros, Fundación Lara, 2018), poeta (Horizonte de sucesos, Renacimiento, 2021) y tradutor. Con Juan Manuel Bonet ha editado la antología de poesía vanguardista latinoamericana Tierra negra con alas (Fundación Lara, 2019).