No fue una victoria feliz la de aquel 13 agosto de hace 500 años. A Hernán Cortés y sus huestes castellanas incursionar a saco en Tenochtitlan, tras asediarla, les originó más bien aflicción: era una pena arrasar una ciudad que les había hipnotizado cuando entraron en ella. Enclavada cerca de la orilla de un gran lago, aquel entramado urbano de canales y palacios ofrecía una postal de imponente atractivo. El historiador mexicano Fernando Cervantes, actualmente asentado en la Universidad de Bristol, recoge en su libro Conquistadores (Turner), el impacto: “A Cortés le faltaron superlativos para describir su visita al mercado de Tlatelolco, en el norte de la isla. Pensó que era dos veces mayor que la plaza central de Salamanca, y sus acompañantes -algunos de los cuales habían viajado por toda Europa, incluso por Constantinopla- jamás habían visto nada parecido. El mercado estaba muy bien organizado, dividido en secciones ordenadas para el intercambio de inagotables artículos, desde metales preciosos, ropa y cerámica hasta cal y esteras, y con todo tipo de paradas: carniceros, pescaderos, abaceros e incluso barberos, curtidores y vendedores de pigmentos. Cortés dedicó varios párrafos largos de una carta a Carlos V a describir con detalle el lugar”.

El conquistador extremeño sintió la congoja particularmente: su esfuerzo por establecer una entente pacífica con Moctezuma se había ido al traste con la Matanza del Templo Mayor, ordenada por Pedro de Alvarado en su ausencia. Cortés había ido al encuentro de Pánfilo de Nárvaez, enviado por Diego Velázquez de Cuéllar, gobernador general de Cuba, para que lo capturase vivo o muerto por haberle desobedecido al poner rumbo al Nuevo Mundo contra su criterio.  Alvarado adujo que su carnicería de nobles y sacerdotes mexicas se debió a que estos estaban urdiendo su asesinato. La guerra, tras ese derramamiento de sangre, devino inevitable. Y cuando Tenochtitlan cayó, Cortés no sentía que tuviera mucho que celebrar. A él le hubiera gustado relacionarse con aquel imperio de otra manera, sobre todo cuando comprobó que sus súbditos, como le contaba en otra carta a Carlos V, habían reconocido al monarca como su soberano. La infelicidad de Cortés es otro de esos detalles que hay que esgrimir frente a la leyenda negra, que imputa a los conquistadores la destrucción de aquella polis excelsa como si hubiera sido un impío trámite hacia la dominación. Lo hicieron, vale, pero no movidos por el sadismo obtuso que se les achaca en la propaganda foránea.

Cervantes rechaza “las caricaturas denigratorias” de Cortés, al igual que el estudioso francés Christian Duverger en su jugosa biografía publicada por Taurus: “Aunque -apunta el primero- no coincido con él en varios puntos –por ejemplo, no me convence su intrigante argumento de que Cortés haya sido el verdadero autor de la gran obra de Bernal Díaz del Castillo– sus libros están llenos de aciertos importantes. Fue un hombre convencido de que la conversión al cristianismo debía basarse en el asentimiento racional y que cualquier uso de la fuerza era contraproducente. Más que un abogado del mestizaje racial, Cortés era un hombre respetuoso de la diversidad cultural y de la importancia de tratar a los pueblos indígenas como súbditos de la Corona”.

El historiador mexicano, que publica en inglés sus libros (The Devil in the New World y Angels, Demons and the New World, sostiene que este talante de Cortés no era un rasgo avanzado específicamente suyo sino que entroncaba con la cultura religiosa tardomedieval que se estaba consolidando en España, la cual sentó las bases de una serie de originalísimas iniciativas legislativas mediante las cuales las comunidades indígenas de América fueron incorporadas a un sistema de gobierno que permitió un alto grado de autonomía local y heterogeneidad bajo la tutela de una monarquía sumamente respetuosa de los fueros y privilegios de sus diversos reinos”. Sin embargo, la visión que se fue imponiendo con los años, a base de libelos interesados de ingleses y holandeses sobre todo, fue la de una metrópolis empecinada únicamente en succionar los recursos naturales del Nuevo Mundo y la de unos conquistadores enfebrecidos por la perspectiva de lucrarse.

"Como ciudadano mexicano, la petición de disculpas de López Obrador me llenó de vergüenza". Fernando Cervantes

Sobre ese sustrato se asienta la petición de disculpas que el presidente mexicano López Obrador exigió al rey Felipe VI, lo que alzó una estruendosa polémica y tensó las relaciones entre ambos países. “Como ciudadano mejicano, la noticia me llenó de un profundo sentimiento de vergüenza, y, pensando más concretamente en López Obrador, de lástima teñida de una cierta ternura”, señala sin tapujos Cervantes, que también lamenta que en Hispanoamérica todavía muchos se excusen de sus males considerando el legado español un lastre del que no han terminado de desembarazarse. “A quienes así opinan yo les sugeriría, ante todo, que se ilustren. Deben darse cuenta de que dicha opinión se deriva de la historiografía nacionalista del siglo XIX, historiografía que denigró por completo la mal llamada época ‘colonial’ – hay que hacer hincapié en que los reinos americanos no se concibieron como ‘colonias’ hasta bien entrado el reformismo borbónico a finales del siglo XVIII– como 300 años de tiranía, opresión y oscurantismo. Es una visión que ignora por completo décadas de investigaciones minuciosas del período virreinal que desmienten por completo la historiografía nacionalista”.

Y como ejemplo pone el testimonio de Alexander von Humboldt, motivado por su visita a la Nueva España. “Este polifacético erudito alemán viajó por allí en vísperas de las guerras de independencia y sorprendió a sus lectores europeos con un imponente retrato de un reino que se extendía desde Costa Rica hasta Oregón. Con casi seis millones de habitantes, una próspera industria minera y un comercio de ultramar que unía el Atlántico con el Pacífico, la Nueva España parecía destinada a convertirse en un importante actor internacional. Su capital, la Ciudad de México, era diez veces mayor que Filadelfia, Boston o Nueva York. Adornada con edificios dignos de las calles de Roma o Nápoles, la ‘Ciudad de los Palacios’, como la llamó Humboldt, era también hogar de innumerables intelectuales, a quienes elogió por sus innovadoras contribuciones al descubrimiento científico. Para Humboldt, no había duda de que la Nueva España era el centro de la Ilustración en el Nuevo Mundo”, explica a El Cultural. Lo que le lleva a concluir a Cervantes que los males actuales de Hispanoamérica no se derivan de la Conquista sino de las reformas liberales impulsadas en el siglo XIX por gobiernos republicanos que abolieron las medidas legislativas promulgadas por los conquistadores y sus sucesores. “Dichas medidas lograron crear un ambiente moral en el que la Corona no podía olvidarse de sus obligaciones hacia los pueblos indígenas”.

En esa corriente empático pionera se inscribe la labor de misioneros como Bernadirno de Sahagún, una figura clave en la reconstrucción, custodia y, por tanto, pervivencia de tradiciones locales precolombinas. “Sin negar episodios trágicos en los que frailes mendicantes se mostraron muy recios ante las expresiones religiosas indígenas –pienso en Juan de Zumárraga en la Ciudad de México y en Diego de Landa en Yucatán– no podemos negar que las semillas sembradas por estos extraordinarios hombres llevaron al surgimiento de culturas religiosas que no eran ni una supervivencia encubierta de las religiones prehispánicas ni una claudicación pesimista ante la conquista. Eran culturas genuinamente cristianas, alimentadas por la vibrante imaginación litúrgica de frailes mendicantes que supieron emplear las metáforas, los símbolos y los valores autóctonos para fomentar una rica transfusión del mensaje cristiano a la esencia misma de cada cultura local”. Sincretismo espiritual que tiene como uno de sus paradigmas capitales, por ejemplo, la adoración de la virgen de Guadalupe en México.

“Estos religiosos habitaban un cosmos simbólico donde cada elemento existía por derecho propio y simbolizaba algún aspecto de la divinidad. En este sentido, todo el mundo natural era ‘sacramental’, un sistema simbólico que comunicaba de forma constante con realidades espirituales. La luz y las tinieblas, el viento y el fuego, el agua y la tierra, el árbol y su fruto: todo hablaba sobre lo sagrado al simbolizar la grandeza y proximidad de Dios”, añade Cervantes, que vuelve a Humboldt para rematar su argumentación: “En su descripción, por lo demás extática, de la Nueva España, no llegaba a apreciar este aspecto de lo que acabó conociéndose como el Barroco. El término lo decía todo: el ‘Barroco’, acuñado como adjetivo peyorativo para describir una religiosidad popular que, desde mediados del siglo XVIII, llegó a ser muy despreciada por considerarse vulgar y de mal gusto. Pero ha vuelto recientemente con energía, y su estudio arroja mucha luz sobre el legado de la Conquista, del cual nuestro mundo tiene mucho que aprender”.

@alberojeda77