aglae1

aglae1

Letras

El cantar de Aglaé

Simon ofrece una regocijante visión de las contradicciones que deben afrontar las abanderadas de la lucha de género

20 septiembre, 2019 12:00

Anne Simon

Traducción de Rubén Lardín. La Cúpula. Barcelona, 2019. 124 páginas. 14 euros

Resulta imposible atender al exceso de novedades con que el mundo del cómic, en consonancia con el resto de la producción editorial, apabulla al librero y al lector semanalmente y donde, como es obvio, se corre el riesgo de que pasen desapercibidas algunas propuestas de interés. Ya sucedió algo así con las tres biografías que Anne Simon (Les Deux-Sévres, Francia, 1980) preparó con la guionista Corinne Maier sobre las, para muchos, tres figuras esenciales con las que interpretar el desmoralizador siglo XX: Sigmund Freud, Karl Marx y Albert Einstein. Y aún sería más grave que lo mismo sucediera con esta primera entrega satírica sobre una ninfa acuática en la que son muchas las concepciones adquiridas y estereotipadas sobre la mujer que esta autora quiere en poner en jaque.

Aglaé es una oceánida sentimental y romántica a la que su padre, el dios Neptuno, envía al exilio cuando descubre que, como fruto de su inconsciencia, ha quedado embarazada. Esa circunstancia es el inicio de un periplo fantástico, en el que advertimos la influencia de algunos personajes de la canción de Los Beatles “Being for the benefit of Mr. Kite!”, donde una música carnavalesca, que a Lennon le sugería la delicadeza de una acuarela, mecía la historia de los singulares personajes de un circo (es obvia también cierta deuda con el diseñador Heinz Edelmann y su estilo a la hora de recrear brillantemente el universo de El Submarino Amarillo).

Simon ofrece una regocijante visión de las contradicciones que deben afrontar las abanderadas de la lucha de género

El tirano Von Krantz (que persigue a las madres solteras y valora en una mujer sobre todo su silencio), Henry the Horse (el caballo que baila el vals consigo mismo ante el enfervorizado público), Simone (la secretaria gubernamental que aspira a poder hacer la revolución feminista mediante decretos ley), o Philippe (el amante que es un guijarro clavado al suelo) son algunos de los delirantes personajes que habitan ese país de Marylène que, tras el tiranicidio llevado a cabo por Aglaé, bautizará su capital como Sufragette City.

Viñetas de 'El cantar de Aglaé'

Lo que en manos de otra de esas muchas creadoras que se han ido incorporando en las últimas décadas al mundo del tebeo podría haber sido un mero y burdo ajuste de cuentas con el papel que los hombres adjudicaron durante siglos a las féminas (ingenioso, sí, pero simplista), y que ellos no dudaron de plasmar en reflexiones y en leyes, es, en el caso de Simon, una regocijante visión irónica de las contradicciones a las que a menudo tienen que hacer frente algunas de las abanderadas de esa lucha de género (ejemplificadas aquí por el trastoque ideológico que a la heroína le supone la idiosincrasia de su hijo Boris, una patata ante la que toda convicción parece diluirse para convertir a Aglaé en alguien llamada Nada).

Cierto que Anne Simon está aún lejos de alcanzar las cotas logradas por la genial Claire Bretécher, que, apoyada en el realismo humorístico, diseccionó como pocos las miserias de hombres y mujeres en su comportamiento (Gerard Lauzier sería otra de esas excepciones en la aplicación del bisturí gráfico sobre sus contemporáneos). Y no solo por el diferente registro que utiliza sino también por la constatación de que éste es un libro conformado por aluvión de historietas realizadas en diferentes momentos y bajo desiguales estados de ánimo.

Pero, tal y como nos ha demostrado en el que hasta ahora es su mejor trabajo (“L’Homme à la fourrure”, con guión de Catherine Sauvat, inédito en España), es mucho lo que podemos esperar de esta historietista que fue recibida en 2004 como uno de los más prometedores talentos franceses y que ha sabido conformar una cosmogonía personal con esa tierra de Maryléne, antítesis de los espacios en que se desarrollaban los cuentos de hadas tradicionales, donde los deseos íntimos y los colectivos entran con naturalidad en colisión cada vez que sus habitantes simbólicos se comportan como los seres humanos a los que, en sus afanes de transgredir las normas concebidas para la sumisión de unas a otros, representan.