El detective Mateo Hernández trabaja junto a su asistente Ayala y sus hijos Marc y Amalia en una agencia de detectives situada en un céntrico barrio de Barcelona. Junto a ellos, aunque de manera más ocasional, la mujer de Mateo, Lola, también colabora a veces. Hasta hace solo unos meses incluso la hija mayor del matrimonio, Nora, formaba parte de este equipo pero su repentina ausencia, en paradero desconocido, ha empezado a afectarles en lo personal y en lo laboral. En medio de esta crítica situación, el poderoso constructor Carlos Guzmán contrata los servicios de la agencia para que encuentren a su hijo, desaparecido desde hace tres días.

Esta es la premisa bajo la que comienza Un asunto demasiado familiar (Tusquets), la última novela de Rosa Ribas (El Prat de Llobregat, 1963). Una historia donde cada desaparición conducirá a otra y en la que la investigación desvelará otros vínculos inesperados entre sus personajes, pasados compartidos e historias secretas que se ocultan detrás de los miembros de cada familia.



Una nueva novela de misterio de la autora de títulos como El pintor de Flandes, La detective miope, Miss Fifty y la serie policíaca protagonizada por la comisaria hispano-alemana Cornelia Weber-Tejedor, que ha publicado además en coautoría con Sabine Hofman las novelas Don de lenguas y El gran frío. El Cultural adelanta aquí sus primeras páginas, en librerías el próximo 3 de septiembre.

A Lola le gustaban los entierros.

Pero Mateo no entendía que, tras tanto tiempo sin pisar la calle, hubiera decidido asistir al de Clementina Salabert; más aún cuando solo tres días antes había sido el funeral del mediano de los Sardà. Treinta y cinco años recién cumplidos y cáncer. Una promesa de épicos relatos de su lucha contra la enfermedad, vívidas dramatizaciones de los últimos encuentros; descripciones minuciosas de su deterioro físico, con todas las pérdidas: cabello, peso, color… Lo de Clementina Salabert, con casi noventa años, carecía de cualquier atractivo narrativo.

Y, sin embargo, allí estaban.

A su derecha, Lola mantenía la vista fija en el ataúd lustroso como un enorme zapato embetunado. A pesar de la música, Mateo percibía ese rechinar de dientes que a veces lo despertaba por las noches. Alertado por la inquietud soterrada de su mujer, observaba a la gente con disimulo. Lola tal vez no tuviera razón en muchas cosas, pero nunca se equivocaba.

En el primer banco, entre los familiares, tres pasas enlutadas, las primas de la difunta, perseguían a melismas los dictados del órgano. Desde que habían cambiado el destartalado instrumento de tubos por uno eléctrico, los sepelios habían ganado en afinación pero habían perdido carisma.

El rechinamiento de dientes de Lola cesó cuando lo hizo la música. Siguieron unos segundos de carraspeos, roces de telas y crujidos de los bancos de madera, en cuyo interior, indiferentes a la ceremonia, las termitas seguían cavando impíos túneles ciegos.

La nave de la descomunal iglesia de Sant Andreu estaba llena, había incluso gente de pie al fondo: los que llegaron tarde y los que querían marcharse pronto, aunque no sin antes ser vistos. Era un entierro de los de pasar lista, de «No te vi». «Pues sí que estuve, justo al lado de… A quien no vi es a…» «Ahora que lo dices, yo tampoco.» Pero eso no explicaba la presencia de Lola, quien encima tampoco parecía disfrutar de que un día demasiado frío le estuviera obsequiando una ceremonia de tintes invernales. Las moneditas de las beatas habían iluminado todas las capillas, la luz tiritona de las velas fundía los cuerpos oscuros; en el aire, el sutil hedor de las flores y el olor a oveja que desprende la lana sudada.

¿Qué hacían ahí?

—En esta barriada que sigue sintiéndose como tal —declamaba el cura—, en la que vivimos gente humilde, gente honrada…

—¡Menuda imbecilidad! Como si la pobreza nos hiciera buenos —dijo ella.

En el banco delantero, un hombre reprimió a tiempo el movimiento de volverse. Mateo le dio un leve codazo a su mujer.

—… como nuestra hermana Clementina, quien, a pesar de su avanzada edad, nunca dejó de trabajar. —Pausa para dejar oír algún sollozo. Fueron dos—. ¿Quién no la recuerda? Vivaz y menuda, como una ardilla laboriosa…

—¿Una ardilla ha dicho? ¿Una ardilla laboriosa? ¿De dónde sacan estas imágenes? —susurró.

Mateo chistó más fuerte de lo que hubiera querido.

—¿Sabes lo que son las ardillas? Acaparadoras.

—Lola, por favor.

—Egoístas. Estraperlistas. Como lo fue su marido.

«Y tu abuelo, cariño.»

Más cabezas en el banco anterior se inclinaban hacia atrás, acercando las orejas. Lo que estaba pasando por su interior se lo imaginaba; no era necesario ser detective para conocer todos los rumores y chismes que corrían por el barrio sobre su familia, sobre su trabajo y, muy especialmente, sobre Lola.

—¿Una ardilla? —Ella levantó las manos, las acercó a la boca e imitó los movimientos de una ardilla comiéndose una nuez.

La mercera, a la derecha de Lola, la miró con una sonrisa fea. Mateo hizo amago de levantarse. Ella le puso una mano en la rodilla con un gesto apaciguador. Se quedó sentado en guardia, las piernas tensas. La gente a su alrededor seguía atenta, aunque los hombros y las nucas se fueron relajando a medida que el relato del cura recuperó su interés. Llegaba a la época de la guerra, de la que la difunta emergía dotada con:

—Esas virtudes que tanto apreciábamos todos en ella: su prudencia, su firmeza, ese don de gentes que tanto añoraremos…

El discurso era una exhibición de eufemismos, constató no sin admiración, pues Clementina había sido cicatera, intransigente y muy dada al comadreo.

Llegó el momento de cantar otra vez.

—Menos mal que está muerta, porque tiene a esas tres cacatúas a la altura de los oídos.

—Lola, por favor.

A la mercera se le escapó una carcajada y trató de fingir un ataque de tos.

En el primer banco, el hijo de Clementina Salabert se volvió hacia el foco de la perturbación. Su expresión al verlos entre el público, más que de enfado, pareció de asombro, con esa chispa de alarma que solía provocar su profesión en la gente.

No deberían haber venido, no deberían haber salido de casa. Todavía no. Lo había engañado. Se había dejado engañar, una vez más.

—Venga, Lola. Nos vamos.

Esta vez se levantó.

Había tenido la cautela de sentarse en el extremo del banco. Cogió con fuerza a Lola del brazo y la izó. En el pasillo se colocó tras ella y, con una presión discreta en los riñones, la empujó hasta la puerta como un atracador a una rehén a punta de pistola. Saludó circunspecto a los que los miraban. En muchas caras apreció el brillo de maligna satisfacción de las murmuraciones

confirmadas. Salieron. Siguió dirigiéndola hasta que doblaron la esquina.

Marc los esperaba dentro del coche en la calle lateral. Solo habría faltado que lo hubiera hecho con el motor en marcha.

Mientras se acercaban al coche, Mateo le preguntó:

—A ver, ¿por qué has querido venir al entierro?

—Algo huele mal. Y no me refiero a todos esos viejos.

—Venga ya, Lola.

Los ojos de su hijo en el retrovisor no parecían sorprendidos de que salieran antes de hora.

Ella se acomodó en el asiento de detrás del copiloto. Los dos hombres delante.

—¿Quieres que pasemos otra vez por Fabra i Puig, como a la ida, mamá?

Les había hecho dar un gran rodeo desde casa hasta la iglesia. Quería ver algo, les dijo. A la altura de una tienda de lámparas pidió que aminorase la marcha y sonrió al ver una enorme placa reluciente que anunciaba la consulta de un médico.

—No. No es necesario. Lo que quería ver ya lo he visto.

No dio más explicaciones.

—No sé de qué quieres que hablemos. Además, tengo que colgar. Ya están de vuelta.

Desde la ventana de su habitación en el segundo piso de la casa, Amalia vio que Marc aparcaba delante de la verja del jardín. El entierro debía de haber sido muy breve. O su paso por él.

Al salir del coche, su madre levantó la vista y la miró. «¿Qué estás haciendo? ¿Con quién hablas? No hace falta que me lo digas. Lo sé.»

La mano con la que sostenía el móvil bajó de golpe y la dejó en una ridícula posición de firmes. Maldita manita pavloviana, ¿quién te lo ha pedido?

—Pero… —llegó a decir Pere. Ella colgó con un toque ciego del pulgar y bajó.

Les salió al encuentro en el comedor. Su madre la saludó con un gesto distraído y pasó de largo. Caminaba mejor, sin el envaramiento de la medicación. Quien se puso rígido fue su padre al ver que se dirigía hacia la cocina. Pero la puerta que abrió no fue la de la nevera, sino la que llevaba al jardín. Dejó atrás el emparra- do, rosales, hortensias, matas de margaritas, el limonero y los dos naranjos, macetas llenas de cactus y un laurel, y llegó al huertito del fondo. La tía Claudia, la hermana mayor de su madre, se levantó con una azadilla en las manos. Hablaban separadas por un seto, con gestos parecidos, los de la tía Claudia trece años más desgastados.

Cuando su madre entró, los encontró todavía alineados en la puerta del comedor.

—¿Qué hacéis ahí como pasmarotes? Claudia piensa lo mismo que yo de lo de la Salabert.

—¿Desde cuándo cuenta lo que diga tu hermana? —preguntó su padre.

Su madre sonrió y señaló el ramo de rosas sobre la mesa.

—Las ha puesto Claudia. ¿Por qué no me traes nunca flores, Mateo?

—Porque tienes un jardín enorme, que es de donde las ha cortado la tía Claudia —respondió Amalia.

—Ya habló el abogado de pobres. —A la sonrisa de su madre le salieron colmillos—. A ver, el cantamañanas con el que estabas hablando, ¿te traía flores? Seguro que no. Y ya ves, aquí te tenemos otra vez.

—Si tanto molesto, me…

—Déjalo, Amalia —dijo su padre.

—Eso, déjalo, Amalia —lo remedó su madre. De pronto, se encaró con Marc—: Y tú, ¿qué haces todavía aquí? ¿No tienes casa? ¿No tienes familia? ¿O te crees que vas a quedarte a comer? ¿Qué hay para comer, mamá? ¿Qué hay para comer, mamá?

Alzaba y bajaba los brazos combados en un movimiento simiesco. Amalia apartó la vista por temor a que ella le leyera el símil en los ojos.

Entonces dejó escapar ese odioso sonido, un chasquido cortante y seco de la lengua en el que descargaba todo su desprecio. Les volvió la espalda, en dos zancadas llegó a la escalera y subió al primer piso. Un portazo. El dormitorio. ¿Había tomado el dormitorio?

—Igual hoy a papá le toca dormir en tu cuarto, Marc —dijo Amalia.

—Ya no es mi cuarto —respondió él.

Su padre no reaccionó. Estaría rumiando lo que su madre había dicho sobre Clementina Salabert. Se marchó al despacho.

Marc se despidió de ella con sequedad y se fue, Amalia se metió en la cocina. Encontró un cesto con tomates sobre la mesa. Su tía Claudia no solo había dejado flores, sino también esa especie de diezmo por el privilegio de ser la única que se ocupaba del gran jardín de la casa.

Mientras preparaba la comida, la miró desde la ventana. Claro que Pere le traía flores. Siempre que creía que había algo que perdonarle. Picó los tomates con furia.

Marc se alejó de la casa de sus padres. Dobló la esquina y sacó el móvil para llamar a Alicia, su mujer. Ella casi nunca comía en casa, en el bufete estaban desbordados de trabajo.

Aunque por la mañana él se había lamentado de que escaseaban los encargos en la agencia, le aseguró que también tenía mucho que hacer y que por eso había preferido no comer en casa de sus padres; que iría a algún restaurante de menú y después seguiría con lo que estaba haciendo; que sí, que estaba algo fatigado, pero ella sabía bien que nunca fue de pausas y menos todavía de siestas; y es que, además, tenía que recuperar tiempo, ya que por la mañana había acompañado a sus padres a un entierro porque su madre había decidido de golpe que quería asistir y su padre tenía el coche en el taller y entonces había interrumpido el seguimiento, pero que continuaría con la investigación por la tarde. Que sí, que ya lo sabía que no era su chófer, tampoco se lo habían pedido, había sido idea suya, pero tenía que entender que era mejor que su madre no anduviera por la calle porque se- guía algo delicada, un poco inestable. Pues, bueno, usaba los eufemismos que le venían en gana y no entendía por qué a ella eso tenía que molestarle, pero que si prefería llamarlo de otro modo, que no se reprimiera, que lo soltara si así se quedaba más a gusto. Que se ponía como se ponía porque qué más le daba cómo organizara el tiempo si ella de todos modos tampoco habría comido en casa y no se iban a ver hasta la noche, y lo más probable era que volvieran más o menos a la misma hora.

Colgó.

Por la noche seguirían discutiendo en casa, en ese piso en el barrio de Gràcia, esa ganga con tufillo a expropiación y desahucio que se habían comprado hacía dos años, donde todavía se sentía el espectro de su antiguo propietario. Buitres, buitres.

No, no compraría flores. No tenía nada que hacerse perdonar como el ex de su hermana.

Se metió en un restaurante atraído por una pizarrita en la que una letra torpe le prometía platos de consoladora simplicidad infantil. De primero, pasta con salsa de tomate. De segundo, solomillo a la plancha. De postre, un flan. «Es casero, casero.» También era pueril el afán de encajar la botella de vino en la mancha circular sobre el mantel cada vez que se servía y que se terminó antes del postre casero, casero. Se tomó dos cafés para vencer la somnolencia. No debería haberse pedido un whisky. Le esperaban varias horas de seguimiento de la cuidadora de una anciana. Los hijos querían comprobar la veracidad de las minutas que les presentaba. Tenía que darse prisa si quería fotografiar el momento en que sacaba a la señora a la calle con la silla de ruedas para dar un paseo por el parque Pegaso.

Tal vez pasara por alguna floristería por el camino.