7 de septiembre de 1522, Sevilla: "Semejantes a esqueletos, pisan la tierra vacilantes, como contando los pasos, flacos, terroso el color, agotados y enfermos, héroes innominados que han envejecido diez años durante aquellos tres interminables". La mayor gesta de la historia de la navegación se había completado. La descripción del crítico estado de los únicos dieciocho valientes que la consumaron pertenece al absorbente relato del periplo realizado por Stefan Zweig en su libro Magallanes, que ahora recupera Capitán Swing. Habían partido, en cinco naves, 237 hombres del puerto de la capital hispalense el 10 de agosto de 1519, fecha que marca el quinto centenario que conmemoramos este año no sin cierta polémica. Portugal ha intentado atribuirse los méritos de la circunnavegación ante la Unesco a pesar de que en su día boicoteara por todos los medios posibles la singladura. España, por su parte, no parece estar dándole el bombo que merece a aquel hito sobrehumano (nada nuevo por aquí).

Cuando se enseña este capítulo en las escuelas portuguesas y españolas cada docente arrima el ascua a su sardina dependiendo del lado de la frontera en que imparta la clase. Es una controversia que, si se estudian los hechos, parece inevitable y, de algún modo, irresoluble por cómo se gestó aquella aventura. Y es que en los barcos que pusieron rumbo a oriente por occidente (paradoja con la que España buscaba ganarle la partida a nuestros vecinos en el acceso a las preciadas especias asiáticas) había calado la desconfianza nacionalista. Aunque Magallanes había ‘apostatado’ de Portugal por el trato cicatero que le dieron sus monarcas y se había comprometido en firme a brindar los frutos sus conquistas a la corona española, ceñida por Carlos V, los capitanes locales y parte de la marinería no terminaron de asumir de buen grado que la expedición fuera encabezada por un extranjero. Ya en la fase de aprovisionamiento de los buques estallaron rencillas por este motivo. La más grave prendió gracias a las insidias del cónsul de Portugal en Sevilla, Sebastián Álvares, al que el rey Manuel I le encargó torpedear los preparativos de Magallanes. Este diplomático se ganó la confianza de los caballeros españoles enrolados para luego incitarles a descabalgar a los almirantes foráneos Fernando Magallanes y Rui Faleiro. No le costó mucho. “Ya se sabe que el nacionalismo es una cuerda que aun la mano más grosera hace vibrar sin gran trabajo”, apunta Zweig, que sabía bien de lo que hablaba.

El caso es que cuando se hicieron a la mar las naos eran un hervidero de recelos cruzados. Los capitanes españoles sospechaban que Magallanes estaba jugando con dos barajas. Es decir, que no se había desligado de la obediencia debida a su patria y al rey Manuel, y que en el momento propicio, cuando sus servicios no les hicieran falta, intentaría aniquilarlos. Por otro lado, el almirante luso también desconfiaba de estos subordinados. Su suegro, Diego Barbosa, le dijo que contaba con informes que revelaban un plan para traicionarle durante la travesía. Era una alerta que cuadraba con la que le lanzó Álvares, el insidioso cónsul, que le aseguró que esos oficiales tenían “órdenes contrarias a las suyas, pero que él no lo sabría hasta más adelante, cuando ya fuese demasiado tarde para su honor”. Inquietante advertencia que marcó la navegación desde su origen.

Mapa de la vuelta al mundo de 1519. Imagen: Fundación Nao Victoria

A estas intrigas parece completamente ajeno Antonio Pigafetta, figura clave en la circunnavegación. Este noble italiano, que se incorporó a la expedición sediento de experiencias exóticas tras haber leído el libro de Américo Vespucio sobre los Paesi novamente ritrovati, nos legó un dietario (lo acaba de publicar Alianza en versión bolsillo) convertido en referencia indispensable para estudiar la primera vuelta al mundo. “Nada sería Aquiles sin Homero, y toda figura es sombra y los hechos se disuelven como la oda líquida en el mar inmenso si no existe el cronista que los hace permanentes en sus descripción. Es quien ha puesto en evidencia para la posteridad la gesta de Magallanes”, señala Zweig para calibrar la relevancia de Pigafetta. García Márquez lo homenajeó incluso al recoger su Nobel en 1982. Definió su conjunto de notas como “un libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas hoy”.

El autor de El mundo de ayer recuerda además que Shakespeare también lo honró tomando una escena de su bitácora para la Tempestad. Elogios que, sin embargo, no obstan para que Zweig lo califique como un mero aficionado de la pluma. “Simpático él, no se puede decir que sea su fuerte el conocimiento de los hombres”. El hecho de que no se haga eco de la tensión hispanoportuguesa a lo largo de toda la singladura por el Atlántico, que despacha en seis o siete entradas de escasa sustancia, le lleva a pensar, con cierto sarcasmo, que Pigafetta viajaba sumido en una profunda somnolencia.

Zweig, él sí un certero diseccionador de psiques humanas, cualidad que demostró en magistrales biografías como la de Fouché, rebaja la carga identitaria de este enfrentamiento. Justifica la animadversión de la oficialidad castellana en otro detalle: el ensimismamiento de Magallanes, que no comparte nunca la información ni pide consejo. Ni siquiera cuando comprueba que la desembocadura del Río de la Plata no es el paso hacia las Indias que él creía según los portulanos que manejaba. Entonces se empecina en un cabotaje estéril hacia el sur, por la actual costa uruguaya y argentina, que conduce a las naos bajo su mando a la Patagonia. O sea, a un frío glacial que hace mella en la moral de la tripulación hasta el punto de desencadenar un motín que salva con determinación e inteligencia.

Réplica de la Nao Victoria. Foto: Fundación Nao Victoria

Su obstinación dará fruto cuando incursione en el estrecho que acabaría siendo bautizado con su apellido y que le franquea el paso al 'Mar del Sur'. Después vendrá el hambre en la inmensidad del Pacífico, ya de camino a la Especiería. Pigafetta aporta un significativo dato del grado de inanición que padecieron: “Llegamos al extremo de comer los pedazos de cuero con que estaba recubierto el palo mayor para evitar que el cable se deshilara. Expuestos a la lluvia, al sol y al viento durante años, aquellos pedazos eran tan duros que teníamos que sumergirlos en el mar durante cuatro o cinco días para ablandarlos un poco. Los poníamos entonces sobre la lumbre, y luego los engullíamos”. El tiempo empleado para surcar el Pacífico dejó la travesía de Colón en un mero paseo de recreo.

Magallanes caería muerto posteriormente al bajar la guardia ante un orgulloso caudillo indígena en Filipinas. Elcano tomaría el mando poco después. Zweig lamenta que el impulsor original de aquel desafío no lo rematara, teniendo que compartir la gloria con alguien que participó en el complot contra el marino luso en Patagonia. Pero, acto seguido de enunciar tal lamento, expresa su admiración por el coraje de Elcano, que tuvo que regresar a bordo de la nao Victoria desde las Molucas sin tocar tierra porque podía ser apresado por los portugueses, muy alerta para abortar la circunnavegación.

De nuevo, hambre atroz y escorbuto. Debilidad extrema. Empecinamiento desaforado. Hombres famélicos multiplicándose en las tareas exigidas por la navegación. Y un ardid propio tahúres en Cabo Verde para aprovisionarse sin ser descubiertos por las autoridades portuguesas. A pesar del riesgo, tuvo mandó alguna barca para adquirir víveres. Sabía que si no se la jugaba jamás llegarían a la costa española. Pigafetta, sin embargo, no menciona a Elcano en ningún momento en su narración del regreso desde Molucas. No fue desde luego un descuido sino un detalle coherente con su cerrada defensa de Magallanes. El pique hoy continúa. Es, en cualquier caso, lo de menos. Lo de más es el arrojo obstinado de Elcano y la tenacidad a contracorriente de Magallanes, formulada en esta reveladora declaración presuntamente suya: “La Iglesia dice que la tierra es plana, pero yo sé que es redonda, porque vi sus sombra en la Luna. Y tengo más fe en una sombra que en la Iglesia”.

@albertoojeda77