Conocí a Juan Eduardo Zúñiga una tarde del año 1980, en un local de la calle Andrés Mellado próximo a su casa. Ambos habíamos publicado libro y con ese pretexto iniciamos una correspondencia escrita en la que él fue más vehemente. Me llegaba por correo una cuartilla a máquina o a mano contando algún episodio y en una ocasión lo que recibí fue su libro Largo noviembre de Madrid que, siguiendo sus instrucciones, yo le había enviado previamente a su casa. Con pulso seguro y letra meridiana, Zúñiga había escrito su dedicatoria: “Sal pronto de este corsé de acero madrileño y vuelve al suave y sugerente que tú tan bien conoces”.

A partir de entonces fijamos citas -desde la boca del metro de Príncipe de Vergara dominábamos el universo- y reuniones o almuerzos. Lo presenté a mis amigos escritores, la mayoría de ellos periodistas o funcionarios públicos, y con ese motivo Zúñiga trajo colaboraciones literarias a las redacciones donde yo trabajaba -Cambio 16, El Mundo, El Sol-. Veíamos a Marie-Loup Sougez, a Emma Rodríguez y a Belén Gopegui y más de una vez fuimos a visitar a Luis Mateo Díez a su despacho municipal de la Plaza Mayor; otras Zúñiga me condujo a la editorial Aguilar a saludar a Arturo del Hoyo y a la redacción de Ínsula, donde estaba Antonio Núñez.

No éramos una pareja corriente pero tampoco llamativa, aunque esto que digo se desmintió una mañana, cuando entramos en una oficina de los juzgados de la Plaza de Castilla y las funcionarias que charlaban como pajaritos enmudecieron de golpe. Fue un silencio tajante, yo iba sin corbata, Juan con la barba de mujik, y no creo que fuesen tan provocadores nuestros atuendos como nuestra radical desavenencia con el entorno, algo que nos denunciaba al instante por más que procuráramos disimularlo. Aquel día no prosperó la gestión que tramitábamos, pero como mi amigo Zúñiga nunca levantaba la voz y sólo le delataba su barba, siguió recorriendo despachos y calles sin importarle el recibimiento.

Era caprichoso en las comidas -en Hylogui le quitaban los tropezones de la paella-, contertulio de pocas palabras y andarín de rutas sorprendentes a horas insólitas. De lejos, dirigiéndose a ti con las manos atrás, se confundía con la silueta de Valle-Inclán por la calle de Alcalá hacia la Granja del Henar; de cerca era menos intimidante, incluso al transmitir lecciones de historia o referirse a costumbres ante las que, si le soliviantaban, evitaba exhibir su discrepancia.

De lejos, Zúñiga se confundía con la silueta de Valle-Inclán por la calle de Alcalá; de cerca, era menos intimidante

Una vez bordeamos el estanque de Retiro hasta Alcalá y bajamos por Héroes del 10 de agosto, que hoy se llama Salustiano Olózaga, para curiosear los libros de teatro de la editorial Alfil, que estaba en un portal de la misma calle, muy cerca del Paseo de la Castellana. Pero antes de llegar a nuestro destino, nos asomamos a la calle Muñoz Seca, que estaba a nuestra izquierda, para admirar el palacete que hacía chaflán con la calle Marqués del Duero y las palabras nos delataron. Yo dije: “Ahí vivía Cañabate”, refiriéndome al costumbrista madrileño. Y Zúñiga me contestó: “Ahí estaba el Comité de Intelectuales Antifascistas”.

El comportamiento velado de nuestro amigo, compartido con el de los heroicos militantes comunistas, era el propio de la resistencia al franquismo. Pero con independencia de esa manera de ser inspirada en las circunstancias políticas y tan arraigada en su carácter que resultaba difícil modificarla, existía un secreto que mi amigo y yo guardábamos a conciencia: consistía en llevar la personalidad y el oficio de escritor como un estigma no manifestado ni reconocido, pues partíamos de la base de que nadie lo apreciaba ni nos entendía.

Éramos raros en una sociedad de censores. Y porque temíamos que al divulgar esta característica nuestra nos fuera peor, fingíamos ignorarla; sólo se nos desvelaba al publicar un libro y comparecer en las estadísticas de ventas. Pero como llevábamos ese secreto literario allá donde fuéramos, al poco de haberse editado nuestro libro se perdía en un silencio de entrevistas de promoción, rechazadas por nosotros desde la creencia de que nuestros libros tenían que imponerse por su calidad literaria, no por otros factores.

Así nos fue, pese a publicar en editoriales cimeras, de las que tampoco conseguimos con nuestra actitud un trato favorable: en 1984, yo tuve que cambiar de título una novela y veinte años atrás Juan Eduardo Zúñiga había asistido a que en la portada de El coral y las aguas se definiera su novela como libro de relatos. Pero estas desconsideraciones -que por ser gente callada sufríamos con estoicismo, aferrados al axioma de que en España nadie lee ni le importa la literatura- conducían a la ignorancia más absoluta de nuestro nombre y nuestro trabajo entre los compañeros de tareas, no digamos a la hora de discernir galardones críticos o ministeriales.

Para que te lean deben conocerte personalmente o poseer de ti referencias seductoras. Esta es la regla de oro del peregrinaje literario y el escritor Juan Eduardo Zúñiga, transcurrida ya más de la mitad de su vida, era tan desconocido como quiso serlo siempre: estaba decidido a que nadie supiera de su existencia literaria sino cuando el lector accediese a su obra porque sí, sin presiones comerciales o publicitarias. Lo mismo que él, cuando era adolescente, había acogido el Nido de Nobles, de Ivan Turguénev, que le pasaron por debajo de la puerta de su chalé.

Para Zúñiga la literatura no puede ser un espectáculo ni un trampolín de egolatría. Es trabajo que se realiza en silencio, con lentitud y constancia

Eran los primeros años de la democracia y una tiranía de madrileños ilustrados controlaba el campo literario. La historia registra sus nombres que no por casualidad son los mismos que se adueñaron del canon. En estas circunstancias, llegarían a contarse con los dedos de una mano los que en aquel tiempo se acordaran de Zúñiga. Quienes lo habían leído proclamaban su maestría, pero ¿qué preboste instalado se atrevía a reivindicar un nombre preterido? Se arriesgaba al descrédito, a perder su influencia y sufrir el mismo desdén que su víctima.

Lenta, pero inexorablemente, se ha formado en los últimos años un núcleo de incondicionales de Juan Eduardo Zúñiga, y no solo de su obra sino de su actitud literaria. Para nuestro autor, la literatura no puede ser un espectáculo, ni un trampolín de egolatría. Es trabajo que se realiza en silencio y con lentitud y donde la constancia prevalece sobre la genialidad caprichosa.

A lo largo de setenta años, Zúñiga ha gestado su obra. Dejando aparte los textos sobre literatura rusa, empezó con dos novelas: Inútiles totales (1951), sobre su experiencia en el servicio militar, y la ya mencionada El coral y las aguas (1962), que traslada a la Grecia clásica una situación de oprobio como la que sufría España bajo la implacable dictadura franquista.

Habituados los lectores de aquellos años al discurso directo del socialrealismo, la sustancia metafórica de esta novela no fue entendida. Zúñiga quedó afectado y no volvió a publicar hasta veinte años después, en que se sirvió del cuento para transmitir de forma directa y accesible el panorama de la supervivencia en el Madrid sitiado por la guerra.

Juan Eduardo Zúñiga eligió para expresarse la forma del cuento porque, como llegó a decir, “tiene la medida de mi respiración”. La Trilogía de la guerra civil que inició entonces pasa por ser su obra mayor. Consta de tres volúmenes de relatos excepcionales, entre los que destaca “Rosa de Madrid”, emblemático de la preocupación que domina al autor en esta obra: resaltar la rebelión de la ciudadanía frente al espacio militarizado por los invasores de la capital. El ciudadano que sufre las bombas y las descargas de fusilería sigue con su vida cotidiana y no dejará de hacerlo porque en esta actitud digna y civilizada reside su respuesta a la barbarie.

En los restantes libros de relatos, Zúñiga retrocede en el tiempo: aborda el Madrid de Larra en Flores de plomo, la ciudad medieval en Brillan monedas oxidadas y en otros dos libros, Misterios de las noches y los días y el más reciente, Fábulas irónicas reincide en la fórmula utilizada en El coral y las aguas de trasplantar a remotos países y épocas pretéritas situaciones que afectan al lector contemporáneo de su obra.

Así hemos llegado al centenario de nuestro amigo el próximo día 24 de este mes de enero. A nuestro amigo le agrada ser distinguido con intervenciones y homenajes, pero también se fatiga. Porque algo no funciona en nuestro mundo literario cuando un escritor tiene que cumplir cien años para que lo conozcan sus lectores.