Tahar Ben Jelloun. Foto: Francesca Mantovani

El 16 de julio de 1966 Tahar Ben Jelloun (Fez, 1944) tiene 20 años. Unos militares aparecen en su casa y se llevan al futuro escritor para supuestamente "enderezarlo". Su delito, haber asistido unos meses antes a la reunión de la Unión Nacional de Estudiantes de Marruecos en el comedor de la Ciudad Universitaria. En esa época, las detenciones y las desapariciones en Marruecos estaban a la orden del día. Esta represión se inserta dentro de los ‘años de plomo' durante el reinado de Hassan II. Tahar Ben Jelloun fue encarcelado durante diecinueve meses. Tardó cincuenta en conseguir contarlo en el ensayo El Castigo, que ahora publica Cabaret Voltaire con traducción de Malika Embarek López, Premio Nacional 2017 a la Obra de un Traductor.



Autor de más de diez novelas como Harruda (1973), El niño de arena (1985), La noche sagrada (1987, novela por la que recibió el Premio Goncourt), Día de silencio en Tánger (1990), Papá, ¿qué es el racismo? (1997), Mi madre (2008) o La felicidad conyugal (2012), a Tahar Ben Jelloun le caracteriza la simplicidad. Sabe hablar con pocas palabras y siempre utilizando la palabra justa. Su voz es sosegada como su casa, en una tranquila calle de la montaña Sainte Geneviève, en el corazón del barrio latino en París. En su salón abundan los libros, muchos de arte, cuadros de vivos colores pintados por el propio autor en los que recuerda las puertas y los arcos de su tierra natal, sobre un suelo de antiguo parquet recubierto de tapices magrebís.



Pregunta. El Castigo cuenta el calvario que usted vivió junto a otros 93 estudiantes castigados por haberse manifestado pacíficamente por las calles de las principales ciudades de Marruecos en marzo de 1965. Publica el libro cincuenta años después de lo ocurrido. ¿Escribirlo ha sido una liberación ?

Respuesta. Sí, es un libro autobiográfico. Quería deshacerme al fin de ese periodo de mi vida. Cuando se tienen veinte años las cosas marcan de una manera mucho más fuerte que cuando uno es adulto. La herida la llevé mucho tiempo. Y al escribir sobre ello conseguí expulsarla de mi vida. Ahora bien, siempre me he sentido libre y hasta liberado en la medida en la que me muevo hacia adelante. Ninguna herida ha conseguido detenerme, ninguna experiencia dolorosa me ha impedido vivir y continuar haciendo lo que siempre he querido. Hubo secuelas físicas y aun así, lo que yo viví no es nada en comparación con lo que otros prisioneros vivieron.



P. Pero con la excusa de hacer un servicio militar fue encerrado con los demás jóvenes en cuarteles donde, bajo la vigilancia de suboficiales del entorno del general Ufkir, sufrió vejaciones, humillaciones y maltratos. 

R. Ya, pero hay que relativizar. En Marruecos hubo varias categorías de represalias. En las menos duras se cumplía la condena. En la más dura, los condenados se quedaban en la cárcel hasta morir. Ya escribí sobre esas cárceles situadas en una región árida de Marruecos y en donde se encerró, por ejemplo, a los militares que planificaron el golpe de estado que cuento al final de El Castigo.



P. Esta experiencia en la cárcel, ¿hizo de usted el hombre que es hoy en día?

R. Yo creo que uno no cambia tanto. Tuve la intuición de utilizar esta prueba para profundizar sobre mis convicciones y no ceder al castigo ni al miedo. Siempre he sido fiel a eso. Por otra parte, en realidad Marruecos es mi personaje principal. En todo su esplendor, en sus contradicciones, sus cualidades, sus defectos, lo que me interesa es un país que intento descubrir y captar. Ya sea el Marruecos de la corrupción, el de la belleza física, de los paisajes, de la generosidad o la pobreza. Soy un poco como esos escritores de América Latina que admiro muchísimo. El país se escribe a través de mí. En El Castigo cuento lo que me pasó, pero a través de esta experiencia lo que me interesaba era el Marruecos de los años 60 y 70.



P. ¿Y hay algo del Marruecos actual en ese Marruecos del pasado?

R. Está, como dicen los franceses, mise en abyme ("puesta en abismo"). Se ve el Marruecos de hoy en el cambio profundo que existe comparado con el Marruecos de los años 60. Hoy en día, esa situación sería inaceptable. El rey Mohamed VI empezó creando una instancia de reconciliación y de equidad para indemnizar a todas las víctimas de la represión. Esto ya es un acto político sin precedentes en el mundo árabe en general. En mi ensayo quería también que la juventud marroquí se diera cuenta de la suerte que tiene de vivir en la actualidad y de que hacía unos años el país era bastante diferente.



Tahar Ben Jelloun en su estudio parisino. Foto: J. C.

P. Como ha dicho, Marruecos está en todos sus libros. Pero usted decide establecerse en Francia y utiliza la lengua francesa como modo de expresión. ¿Es necesaria esta distancia que toma tanto geográfica como lingüística?

R. Sí. Es necesaria porque muestra la realidad desde una óptica diferente, más objetiva. Pero cuando estoy allí es como si tragara toda la información que puedo, la absorbo y sé que en algún momento aparecerá en una de mis novelas. Cuando estoy en mi país me siento en tensión, furioso ante tantas cosas que me chocan y me desesperan. La administración que sólo funciona a base de corrupción, la falta de civismo, la falta de educación, el estado de la salud, etc, son asuntos que vivo muy mal, de forma física. Ya me ha pasado acompañar a alguien al hospital público y salir de ahí enfermo. Ver cómo mi país, a pesar de todo el progreso llevado a cabo, se despreocupa por la salud de su pueblo. Cuando voy a buscar un papel a la administración por ejemplo, es el horror. Ya conté una vez en una de mis crónicas cómo vine en coche de Francia a Marruecos y necesité un papel para la aduana. Quise solicitarlo sin pasar por la corrupción. Mis amigos me decían que estaba loco y que no lo conseguiría. Pues tardé un mes y medio, me hicieron las peores jugarretas y nada, me fue imposible, a pesar de estar horas haciendo todo tipo de colas. Llamé entonces al ministro de trabajos públicos para decirle que era inadmisible, que debía intervenir y que si no, le iba a denunciar. Pero no sirvió de nada. Todo esto para decirle que aún con mi notoriedad, sufrí como cualquier marroquí. Y esto pasó hace apenas cuatro años.



P. Su ensayo está escrito en presente. ¿Alguna razón específica?

R. Una razón de eficacia narrativa. Con el presente comprometo al lector.



P. En él cuenta que lo que le salva, por lo menos para no volverse loco como otros prisioneros, es su memoria. Por las noches, usted recuerda películas, poesías, textos. ¿El arte, la literatura, están para salvar al ser humano?

R. Siempre he tenido una memoria formidable. La verdad es que doy gracias porque cuando empecé a escribir este ensayo, cincuenta años después de lo ocurrido, todo volvió con una diabólica precisión. Los olores, los nombres de la gente, etc., cosa que no me pasa con las personas que conozco ahora. Igual es que lo que uno vive cuando tiene veinte años toma proporciones enormes. Mi resistencia en la cárcel era concentrarme y recordar todo aquello que inconscientemente había grabado en mi cabeza, pasajes de películas, algunos poemas, algunas canciones, me hacía mi propia película.



P. Los libros que vinieron después de esta experiencia, una decena de novelas, ¿tienen alguna huella de ella?

R. No literalmente pero sí que fue a raíz de ella que quise seguir siendo un testigo que denuncia. Balzac decía que el novelista era un testigo de su época que "excava", que busca en su sociedad. Yo también he excavado en mi sociedad y he intentado denunciar y decir las cosas. La literatura sirve para eso. Como Victor Hugo, que en su época fue el mejor testigo de la sociedad. Le llamaban el escritor de los pobres porque denunciaba sus miserias.



P. Al final de El Castigo dice que la historia alcanza el destino de los individuos. ¿Podría explicarnos un poco más?

R. En Marruecos, como en la mayor parte de los países árabes y musulmanes, el individuo no existe. No está reconocido. Existe como perteneciente a un clan, una tribu, una familia, una categoría como en el caso de mi libro, una categoría de estudiantes opositores al régimen. Pero no como individuos. Y desde siempre mi propósito ha sido el de afirmarme como individuo. No como un representante. El individuo es el fundamento de la democracia. Es decir, que mi voz cuente tanto como la del hombre más rico o más pobre. En el mundo árabe no existe este concepto porque la propia sociedad no permite que los individuos emerjan. Por eso, en sociedades como la magrebí la sociedad civil está en manos de las mujeres que han creado asociaciones que defienden a las mujeres maltratadas, a las solteras, a los niños que viven en la calle, etc. Imagino que esto es muy difícil de entender para un español. Nosotros no somos un estado de derecho, aún no lo somos. Cuando uno es de un país árabe, primero es musulmán y no tiene derecho a decir que no lo es, si no le acusan de traicionar a su casa y a su patria. Si alguien evoca su falta de convicción religiosa en países como Arabia Saudí o Egipto le condenan a muerte. Una sociedad que mata porque no piensas como ella es una sociedad muy lejos de la modernidad. Ningún estado árabe puede pretender estar en la modernidad. Y eso no tiene nada que ver con las tecnologías. Dubái esta a la cabeza de la modernidad tecnológica y sin embargo está completamente anclada en tradiciones ancestrales que niegan al individuo. ¿Qué tipo de mentalidad es esa? Este es su verdadero drama. No es económico, sino que nadie piensa en la persona humana, ni se reconoce al individuo ni se deja que emerja. Así es imposible avanzar.



P. ¿Como vive su doble pertenencia a Marruecos y a Francia?

R. Mi identidad procede de las dos lenguas que aprendí de pequeño, el árabe y el francés. Pero también de mis lecturas. Cuando estoy en Italia, o en España, o incluso en América Latina, me siento en casa. Me reconozco en estas sociedades. En cambio eso no me ocurre en los países del Golfo, por ejemplo. Ni en los países asiáticos. En China, en Indonesia, me siento un extranjero. En Japón me ocurre algo diferente, es el único país que a pesar de no sentirme en casa, sí que pienso que podría vivir allí. Es un país que ha alcanzado un nivel de civilización y de civismo único en el mundo.



P. Usted se vuelve escritor en la cárcel. ¿Por qué decide uno, un día, consagrar el resto de su vida a la escritura?

R. Cuando llegué a ese campo de prisioneros no tenía ninguna vocación de ser escritor. De hecho, era un apasionado de la filosofía y mi deseo era ser profesor. Pero al salir de esa cárcel terminé mis estudios y me mandaron a una pequeña ciudad en Tetuán. Allí, publiqué los poemas que escribí desde la prisión en una revista que se llamaba Souffle. Tuvieron buena acogida y acabe dedicándome cada vez más a la escritura. Nunca había sido algo premeditado.