La carta se quedó pegada a mi suela. Era muy temprano y caminabaac hacia la oficina. Al atravesar la plaza de Jerónimo Páez, justo en la puerta del Museo Arqueológico, al que me asomé sin ninguna curiosidad aunque movido por una extraña fuerza, noté que un calor me subía desde el pie. Era un calor sutil; creí haber pisado un charco de agua caliente, y me sorprendió que esta suposición no me indignara. Al contrario: me reí. Primero tímidamente y luego a carcajadas, pensando qué diría mi jefe cuando me viera llegar con el bajo del pantalón empapado. Al agachar la cabeza comprobé que mi zapato estaba seco y que no había ningún charco. En ese momento el calor me invadió el cuerpo entero, y dejé de lado el asunto del charco, pues otra cosa más increíble aún me estaba ocurriendo: era feliz. Suena cursi, lo sé, pero no puedo formularlo de otro modo. Miré la plaza, el museo. La casa que dicen que es de un rico judío francés, y ante la que siempre he experimentado una viva animadversión, se me antojó un lugar milagroso.

La felicidad se prolongó durante algunas horas. En la oficina, sentí una fraternidad absoluta hacia los compañeros; los comprendía y los amaba a pesar de sus mezquindades, y a mí mismo me quería y me perdonaba. Por supuesto, me sabía a resguardo de cualquier mal.

Fue por la tarde, cuando me quité los zapatos para subirme los calcetines, que de golpe aquella felicidad se esfumó. Con los pies sobre el suelo, alcé la cabeza y de nuevo las estrechas paredes de mi despacho me aprisionaron. La angustia ascendió del estómago hasta mi garganta, que emitió un leve sollozo.

"Entonces el zapato saltó y se quedó boca abajo. Miré la carta, un cuatro de copas mugroso"

No tuve tiempo de sacar conclusiones, pues me calcé para levantarme y entonces la alegría regresó a mi cuerpo. Sin embargo, ya no tenía la misma pureza. Había empezado a dudar. Como un poseso, comencé a quitarme y a ponerme el zapato, pasando en cuestión de segundos de un júbilo que ya era turbio a una tristeza devastadora. Enloquecí; puede que me calzara y me descalzara doscientas veces, hasta que el bienestar ya no volvió. Entonces el zapato saltó y se quedó boca abajo. Miré la carta, un cuatro de copas mugroso por haberse arrastrado por el suelo, y que estaba pegado en la parte del talón. Parecía que mi mocasín tratara de darme explicaciones.

No tengo creencias esotéricas (aunque, bien mirado, todas las creencias tienen algo de esotérico). Aún así, investigué qué significa el cuatro de copas. Mis pesquisas no me aclararon nada. Me fui al psicólogo porque no soportaba el desasosiego, que ya no sé si se debía a que se me hubiera escapado la felicidad o a mis aprensiones ante una incipiente enfermedad bipolar. Como el psicólogo se limitó a preguntarme sobre mis padres, pedí cita con el psiquiatra, un señor viejo que sólo me inquirió sobre mi estado de ánimo antes de recetarme pastillas para cuatro meses. “Mejor si las toma de cuatro en cuatro, con zumo servido en copa”, me dijo. Cuando le pregunté por qué de cuatro en cuatro y en copa, y para cuatro meses, el puto cuatro que dibujaba el rostro del psiquiatra sonrió aviesamente.