Doña Aritmética dice que todos los números cumplimos el mismo papel, que todos somos imprescindibles para nuestra existencia y la suya. Insiste en que no hay categorías en nuestro campo, y que cualquiera de nosotros vale lo mismo en el infinito conjunto que podemos formar. Pero yo no dejo de estar desazonado, y suelo quejarme de mi condición. “Venga, 16, no seas pesado, ya me tienes harta. Estás compuesto por los dígitos 1 y 6, que según Doña Numerología, que consulta mucho Internet, son muy positivos, pues el 1 tiene la marca de la creatividad y del liderazgo, y el 6 es signo del amor, de la comprensión, de la responsabilidad. O sea, que te conforman dos cifras preciosas”. Yo sacudo la varita y el flequillo, para que vea que no me interesa lo que tantas veces me ha repetido, pero no calla: “En el I Ching significas el entusiasmo, la paz interior, ¿no es bueno eso?”. Ya digo que la oigo como quien oye llover, pero Doña Aritmética es pesadísima, no deja de hablarme de mis virtudes: “También Doña Numerología asegura que el número 16 es, por un lado, capacidad de afrontar lo malo y de identificar a los malévolos y, por otro, capacidad de autocrítica. Tal vez eso es lo que te pasa, que eres poco generoso contigo mismo, 16, porque lo eres, no me mires así.... y no te empeñes en ese desasosiego, por favor”. Al final he optado por soportar con paciencia sus cariñosos consejos y reproches. Quizás haya en mí, en efecto, una fuerte capacidad de autocrítica.

"Para los budistas soy el símbolo de la inmortalidad y supongo el inicio de la juventud para muchas culturas"

Pero lo que nunca le he dicho es que a mí lo que de verdad me hubiera gustado es ser el número 19 y no el 16. Pues yo soy un número par, divisible en dos números enteros, lo que me inquieta profundamente, ya que siento dentro de mí ese acecho monstruoso del doble, y temo encontrarme un día, sin comerlo ni beberlo, partido en dos. En cambio, el 19 es un número impar y además primo, qué gozada ser número primo, qué envidia me da esa capacidad de ser divisibles solo por sí mismos para ser 1, o por el 1 para conseguir mantenerse iguales. Y luego está el tema de las formas: este 1 que es como una frágil varita, este 6 que tiene una imagen vulgar, un aire de rotundo trasero… Lo malo es que no puedo dejar de ser quien soy, y tengo que soportar mi aspecto, mi contenido, mi lugar en esta cadena innumerable. Claro que he ido conociendo cosas curiosas relacionadas con mi naturaleza: que para los budistas soy el símbolo de la inmortalidad, que supongo el inicio de la juventud para muchas culturas, que compongo las cúpulas de la Mezquita Azul o de la basílica de San Pedro... Pero, a estas alturas ¿qué me importan a mí los budistas? Por otra parte, entrar en la juventud es azaroso, y eso de las cúpulas me resulta demasiado enigmático. Menos mal que, con el tiempo, me he enterado de algo que Doña Aritmética nunca me contó: que junto a mis pretendidas virtudes, tengo mucho de negativo: soy lo que llaman “karma de los sueños destrozados”, y el número atómico del azufre -¡brujas y demonios!-, y el tarot de la Torre destruida por el rayo... Y además, con mi indudable capacidad de identificar a los malos, se me acusa de falta de empatía, de ser insensible y orgulloso. En fin, que tendré que acabar haciéndome a la idea y continuar con mi entusiasmo, aunque nunca consiga estar del todo en paz conmigo mismo...