Mary Shelley y su madre Mary Wollstonecraft (derecha), ambas grandes escritoras y pensadoras

Traducción de Jofre Homedes Beutnagel. Ed. Circe. Barcelona, 2018. 600 páginas. 23 €

Charlotte Gordon (Misuri, 1962) propone una doble biografía que ahonda en las intersecciones vitales entre Mary Wollstonecraft y Mary Shelley. La autora trenza los hilos invisibles de una relación madre-hija post mortem para descubrir que los vínculos fundamentales entre ambas son de orden ideológico y literario y que es allí donde debemos buscarlos.



Londres, 1759: nace Mary Wollstonecraft, la segunda de siete hermanos, hija de una mujer débil y resignada y de un padre alcohólico, brutal y constantemente endeudado. Su formación, reducida a clases de costura y a nociones de aritmética, se completará con un consejo paterno destinado a conseguir marido: "Si por casualidad tenéis algún conocimiento, guardadlo como un profundo secreto". Pero Mary soñaba con una vida intelectual y emancipada que empezó a tomar forma cuando conoció a Johnson, editor londinense comprometido con la causa liberal, que inmediatamente creyó en el talento de la joven. Con un argumentario apasionado y afilado pronto se hizo imprescindible en las cenas de Johnson. Publicaba bajo el anonimato asexuado de sus iniciales, M.W., y de este modo se coló en las discusiones políticas más intensas de la prensa escrita londinense.



Traductora igualmente anónima, no dudó en meter goles ideológicos increíbles sin pestañear. Así, en Elementos de moralidad, de Salzmann, eliminó los pasajes que defendían la superioridad del hombre e introdujo una crítica feroz contra la ropa femenina como mecanismo de opresión. En 1792 se ganó el calificativo de "ramera" con su libro Vindicación de los derechos de la mujer; la insultaron los conservadores, pero también algunos liberales indignados porque esa mujer (¿quién se cree?) se había atrevido a cargar contra Rousseau: afirmó que las mujeres no son esclavas de los hombres, sino individuos de pleno derecho, y reivindicó la necesidad de luchar por una sociedad igualitaria y libre.



La obra de Wollstonecraft quemaba porque contenía verdades que nunca antes se habían dicho, como que la opresión machista sobre las mujeres no era una cuestión privada sino un problema político que concernía a toda la sociedad. Escandalizó atreviéndose a extender los límites del debate público a las preocupaciones femeninas y a situar en el centro de lo político la emancipación de las mujeres, en el contexto de las reivindicaciones liberales. Se enamoró de Fuseli, con quien se inició en los placeres de la carne. El artista suizo, como tantos otros de la época, defendió la libertad de las mujeres solo en tanto en cuanto le permitía establecer relaciones sexuales sin compromisos ni responsabilidades.



Muchas mujeres que nunca habían explorado el propio deseo cayeron en las trampas de un falso feminismo que hoy se nos revela tan obvio que casi hace gracia. Me temo que Wollstonecraft fue una de ellas, pero el furor le duró poco porque su verdadera pasión siempre fue el conocimiento, así que en 1792 se trasladó a París para vivir y contar en primera persona el movimiento revolucionario. Encontró una ciudad mutilada y una sociedad desgarrada por el odio. Asistió al juicio del ciudadano Louis Capet y le conmovió su dignidad. Aun asumiendo que tratar a un rey como a un ciudadano más era un avance revolucionario, la idea de la guillotina le horrorizaba. Antes de que el terror jacobino llevara la revolución al desastre, conoció al rico negociante Gilbert Imlay, que no paró hasta seducirla. Fueron amantes felices hasta que él la abandonó por una joven actriz. Cuando Maria Antonieta fue guillotinada, Wollstonecraft supo que era el final de todo: vio manos, calles y conciencias ensangrentadas para nada. Se enteró de que estaba embarazada mientras asistía consternada a la revocación del voto femenino, del divorcio legal y de la consideración de las mujeres como legítimas herederas. Las mujeres desaparecían del ámbito político y Mary volvía a Londres. Tenía 35 años cuando daba a luz a Fanny, hija ilegítima de Imlay, y se convertía así en madre soltera y proscrita, una vez más, de la sociedad inglesa.



Gordon va más allá de lo biográfico. Transforma las anécdotas vitales en una justa vindicación de sus obras

Londres, 1797: Mary Wollstonecraft moría diez días después de hacer padre a William Godwin. La pequeña Mary, hija legítima de dos pesos pesados de la intelectualidad británica, nació en el seno de una pareja que los conservadores acusaban de radicales, y los liberales, de alta traición pues habían sucumbido a la institución matrimonial. Lo cierto es que Godwin fue un liberal sobre el papel, un grandísimo torpe en sociedad, y un hipócrita conservador en la intimidad; esto último nunca lo supo su esposa, pero sí su hija cuando se enamoró de Percy Shelley. El joven poeta abandonó a su mujer Harriet y se presentó ante Godwin que, escandalizado, lo echó para siempre de su casa; sin embargo, nunca rechazó su dinero. Inmediatamente, la pareja enamorada planeó la huida, un viaje sin retorno en el que también se embarcó Claire, hermanastra de Mary e hija de la mujer que sustituyó a Wollstonecraft en el gobierno del hogar. Mary y Percy eran jóvenes, cultos y apasionados, dos grandes promesas de la literatura. Claire siempre fue una rémora para Mary y un aliciente para Percy Shelley, encantado de rescatar a dos bellas damas de la pacatería provinciana. Byron y su médico Polidori se unieron a esta "liga incestuosa" en Ginebra. Allí, en una noche de tormenta, Frankenstein nacía del enorme talento creativo de Mary, que por primera vez adoptaba el punto de vista del monstruo para denunciar la crueldad humana.



Mary y Shelley se trasladaron a Italia, donde fueron razonablemente felices por un tiempo. Si Wollstonecraft había visto correr ríos de sangre en nombre de los ideales colectivos, su hija fue testigo de una procesión interminable de niños y mujeres muertos y abandonados en nombre de una libertad individual y de un idealismo romántico que resultaba ser, como la revolución francesa, un gran fracaso colectivo. A Mary Shelley el sentimiento de culpa nunca la abandonó. Sin embargo, como su madre, se aferró a la escritura como acto de fe y como herramienta para la reconstrucción de sí misma. Porque a medida que la decepción vital crecía, también lo hacía su compromiso con la palabra escrita. Su feminismo no fue de orden político sino ficcional.



Sus novelas están atravesadas por dos ideas fundamentales: la primera, que el precio de la ambición de los hombres lo pagan siempre las mujeres y los hijos; la segunda, que un mundo sin el amor de las madres está condenado al horror. Wollstonecraft estaba en lo cierto: lo doméstico también es político. Charlotte Gordon también lo sabe y por eso ha escrito un libro que va más allá de lo meramente biográfico. Gordon ha sabido transformar las anécdotas vitales que una vez sirvieron para despreciar a estas dos mujeres en una justa vindicación de sus obras, demasiado tiempo silenciadas.