Edgar Neville visto por José María Gallego

La figura de Edgar Neville se asocia hoy a su faceta de dramaturgo y cineasta, pero también fue un prolífico escritor que abandonó la carrera diplomática por el periodismo y la literatura. En Cuentos Completos y Relatos Rescatados el historiador José María Goicoechea reúne el corpus de narraciones breves del escritor.

Haciendo honor a su condición de miembro destacado de esa "Otra Generación del 27", no canónica pero no menos talentosa, los Mihura, Tono, Jardiel Poncela o López Rubio cuya memoria esta reivindicándose en los últimos tiempos, Edgar Neville (Madrid, 1899-1967) fue un creador prolífico y multidisciplinar que llegó a firmar 19 novelas, 16 obras de teatro, 30 películas e incluso se lanzó a pintar en sus últimos años. De cuna aristocrática, amante de la buena vida y las mujeres, brillante e ingenioso en las relaciones sociales, Neville siempre fue descrito como un hombre de "arrolladora simpatía".



A lo largo de su compleja vida, reflejo de una época no menos tumultuosa, abrazó la carrera diplomática, compartió las esperanzas de la República, coqueteó con las vanguardias, conoció el Hollywood de la era dorada, viajó por medio mundo, formó parte de la elite cultural del franquismo y vivió una apasionada historia de amor con la actriz Conchita Montes, transgresión acorde con la moral de entonces.



Todos los avatares de esa azarosa vida se reflejan en su obra, pero "es especialmente en sus cuentos donde confluyen ambas trayectorias, la vital y la artística", explica el escritor e historiador José María Goicoechea en el prólogo de Cuentos Completos y Relatos Rescatados (Reino de Cordelia) un volumen en el que recopila más de 80 de los relatos publicados por el escritor en varios libros y en multitud de revistas y periódicos como Buen Humor, El Sol, Gutiérrez, La Gaceta Literaria, La Codorniz o Blanco y Negro. "Sus cuentos sorprenden por la capacidad para adelantarse a su tiempo y defender una literatura de humor de enorme raigambre española y, al mismo tiempo, completamente universal", explica el editor. Vitalista, elegante y hedonista, toda la obra de Neville supone un alegato contra la rancia burguesía surgida tras la Guerra Civil española, la cursilería y la estrechez de miras disfrazada de sentido común.



Desde su primer volumen, Eva y Adán (1926), Neville hizo del humor su seña de identidad. Un humor aderezado con unos aires vanguardistas de aspiración transgresora, por un lado, y con un optimismo indisimulado, por el otro. Neville juega ya en estos inicios con el absurdo y se vale de su cultura vanguardista y cosmopolita. Un cosmopolitanismo acentuado cuando viaja como diplomático a Estados Unidos, donde vive una envidiable relación con Hollywood y algunas de sus grandes estrellas como Charles Chaplin, Douglas Fairbanks o Mary Pickford. A pesar de la paulatina influencia del cine, sigue escribiendo y aparece su segundo libro, Música de fondo (1936), en el que incluye varios relatos inspirados en su periplo americano.



Sin embargo, Neville se vio, como tantos creadores e intelectuales, sorprendido por el estallido de la Guerra Civil. De regreso a España, y pese a su pasado republicano, se alineó en el bando golpista como corresponsal en el frente, entrando así en el grupo de aquellos que, como escribió Andrés Trapiello, "ganaron la guerra pero perdieron los manuales de literatura". Aunque posteriormente su acentuado carácter liberal le situase en posiciones bien distintas a las de la sociedad oficial de la dictadura, esta época dejó huella en su producción en el libro Frente de Madrid (1941), cuyos cinco relatos son, a juicio del antólogo, "pura propaganda: jóvenes idealistas miembros de Falange sacrificándose; siniestros rojos movidos por el resentimiento... Hay, sin embargo, algún apunte que quiere hablar de la reconciliación entre españoles".



En estas décadas de los 40 y los 50 es cuando triunfa como dramaturgo y se consolida el Neville cineasta con el estreno de sus mejores películas. Escribe en La Codorniz y en ABC; y pertenece al establishment cultural del franquismo. En 1955, en lo que podríamos considerar como el cénit de su producción, publica Torito bravo, "veinte cuentos luminosos, marcados por el humor, en todos los casos, que mantienen una considerable dosis de absurdo y que dejan en el lector un regusto agradable y optimista", valora el historiador. En estos textos la sátira es más suave, pero no desaparece; incluso asoma por algún relato "una especie de Kafka castizo".



Todavía al Neville sesentón, obeso y enfermo, le quedará fuelle para dos muestras más de talento cuentístico. En El día más largo de monsieur Marcel (1965) hay una clara voluntad de establecer un canon, incluyendo muestras de toda su carrera. Un año antes de morir, nacidos del amor frustrado por una joven que le ignora, publicará Dos cuentos crueles, que "más que crueles, son oscuros, sobre todo comparados con la producción literaria que los precede", opina Goicoechea.



Un indicio de quién fue Edgar Neville es que semanas antes de morir, él mismo envió una hilarante necrológica a ABC. Dos días después de su muerte, en abril de 1967, Luis Escobar, hombre de teatro, bon vivant y aristócrata como él, titulaba así su texto: ¿Qué era Edgar Neville? Y respondía con algunas pinceladas: "Ha sido un cínico sentimental, un egoísta abnegado, un epicúreo estoico. Un talento prolífico. Un castizo internacional". Pero quizá quien mejor epitafio compuso para su peculiar humor fue su amigo y discípulo Mingote, que escribió: "Como comenzaba por burlarse de sí mismo, podía burlarse de todo, excepto de la crueldad y la injusticia, que le enfurecían".

El torero (1925)

Cuando Currito fue ya un muchacho, se dio cuenta de que era completamente andaluz. Había nacido en Sevilla, en el barrio de la Macarena. No podía ser más castizo. Y Currito decidió ser muy andaluz en todo. De haber nacido en Bilbao, hubiera sido naviero; si en Galicia, emigrante. Como era sevillano, resolvió ser torero. Era lo más indicado.



-Lo primero que tengo que hacer es hablar con la zeta, cuidar mucho el acento.



Decir Manué y Jozú.



Le fue muy sencillo, ya que se encontró que hablaba así desde pequeño.



"Esto se va arreglando", pensó. Y se puso de medio lado el sombrero que tenía desde que su padre le dejó fumar y salir de noche.



Currito concurrió a todos los colmados, con la obsesión de hacerse el tipo. Gastó muchas bromas a la gente, y bebió infinidad de chatos de manzanilla. Los camareros, que le habían visto nacer, le sonreían. El joven se creyó en la obligación de cantar flamenco, y una noche, sin más ni más, estando sentado con los amigos, se arrancó por soleares.



Currito gozaba pensando en la admiración que iba a producir ese gesto tan andaluz. Pero nadie sintió la menor extrañeza, quizás a causa de que el muchacho cantaba soleares desde que iba a la escuela. Comprendió que era preciso tener una novia que se llamara Rocío o Rosarillo, y que, además, tuviese una reja baja en su casa, desbordante de claveles.



Esto fue muy difícil. De las chicas que le hacían caso, una se llamaba Beatriz, dos vivían en segundos pisos, otra tenía por rejas un mirador de cristales y, por fin, la que tenía reja, la adornaba con mimosas y tulipanes holandeses. No sabía cantar flamenco, en cambio, manejaba a la perfección la bandurria, con la que acompañaba los valses y cuplés de moda.



Currito comprendió que por una novia así jamás podría sacar la navaja y jugarse la vida en su calle contra el primer guapo que la cortejara; temió que, en el caso de caer, le ejecutase en su memoria el foxtrot de La Montería.



Siguió, pues, buscando una novia como el Dios andaluz manda. Mientras tanto, no descuidaba su afición. Si se le preguntaba cuál era su profesión, respondía sin vacilar: "Torero".



Y no es que fuese a torear ni que buscase contratas, ni siquiera que hubiese ensa- yado con algún becerro. No, el joven no había toreado nunca; pero era torero. No en vano llevaba chaquetilla corta, sombrero ancho y hablaba con la zeta.



Como la gente creyó que Currito tenía condiciones para el arte taurino, al verle sin torear le creyeron postergado, y comenzaron una campaña encaminada a conseguir que torease en la plaza de Sevilla.



El empresario fue a proponerle una corrida, pero Currito se opuso. Él era torero, vestía como los toreros y hablaba como los toreros. Lo único que no hacía era torear. Esa era la sola diferencia que había entre él y los otros artistas de esa profesión.



Pero el empeño tenaz de sus paisanos hizo, al fin, que el muchacho aceptase la corrida. Currito no dudaba saber torear, pues era sevillano y torero.



Llegó el día de la fiesta, y la Plaza se llenó totalmente. Estaban todos los amigos del joven. La expectación era importante.



Pero aquella tarde Currito no salió al ruedo; se acordó de que era andaluz, y se fue al fútbol.