Fernando Arrabal durante la inauguración del festival

Dieciséis años después del fuego que destruyó la iglesia de La Magdalena en Córdoba, cuyas marcas todavía se aprecian en la fachada, Fernando Arrabal y Albert Pla volvieron, anoche, a incendiar el templo. La trasgresión y el talento se fundieron ante el bochorno de un otoño que se resiste a hacer acto de presencia, por encima del empedrado de una ciudad en obras que la cultura sigue manteniendo en pie. Cosmopoética regresó con su versión más provocadora, aunando en el mismo escenario y en menos de 180 minutos a dos de los artistas más rebeldes de este país. La tibieza brilló por su ausencia en un acto poético donde no se leyeron poemas. ¿No querían libertad y desenfreno? Pues ya van servidos para todo el festival. La inauguración no va a ser lo único de lo que se hable hasta la clausura del 8 de octubre, pero resulta difícil imaginar que pueda olvidarse pronto.



Fernando Arrabal (Melilla, 1932) mide tan poco que su grandeza abruma. Cómo un tipo tan excéntrico puede ser tan rigurosamente puntual, se preguntaría Bruno Galindo, el presentador del acto, cuando hace años recibió un correo del artista donde le citaba en el número 22 de la calle Jouffroy de París a las 13:18 h. Ni un minuto más ni uno menos. Tras la anécdota de presentación, Arrabal subió a lo que hace unos años fue un altar para recordar, entre otras cosas, que durante el franquismo estuvo en la cárcel por cagarse en Dios. Casos como éste serían, en aquella época, ejemplos de dadaísmo, una corriente centenaria que Arrabal no cesó de reivindicar durante su conferencia Mis partidas con Tristan Tzara y mis partidas con su hijo. "En el tiempo que pasé junto a los surrealistas nunca se habló de política", aseguraba el filósofo, que vivió aquella época como el "momento creativo más importante" de su vida. Respecto al esperpéntico momento televisivo que lo acompañará durante toda su vida, el del "milenarismo" junto a Sánchez Dragó, confesó sentirse "orgulloso de emborracharme aquel día, yo que nunca bebo", aludiendo al componente surrealista que le faltaba a un programa como aquel.



"Un hombre inteligente no puede ser provocador". Así se desprendía de uno de los clichés asociados al dadaísmo, al tiempo que ponía ejemplos como Picasso y Dalí, "un verdadero genio que no está lo suficientemente valorado". Tristan Tzara, por su parte, por más que haya sido responsable de "hacer las cosas más extraordinaras en la historia del arte y la literatura" en el convulso año 1919, cuando se puso en contacto con Occidente, "siempre se sintió pequeño e insignificante, pero simpático". El Cabaret Voltaire de Zúrich sería el principio de todo, el inicio de la verdadera modernidad. Hasta allí se desplazó Lenin, que "era muy inteligente pero muy guarro", y quedó fascinado al ver bailar a Tzara con un tutú, la única prenda encima de su cuerpo desnudo. "Da-dá", exclamó. Y esta ridícula palabra, tal y como los propios dadaístas reconocían, se convirtió en el inicio de una corriente artística sin precedentes, que derribó los cimientos de la pulcritud heredada de siglos anteriores para dar paso al desenfreno creativo, a través de movimientos tan trascendentes como el surrealismo, muy vigente en la actualidad.



¿Se pueden juntar en una misma frase a José María Pemán y a Mario Vargas Llosa? Si se trata de ironizar sobre su calidad literaria, Arrabal piensa que sí. El autor del himno español fue blanco de sus críticas durante buena parte de su intervención por su actitud ante la detención de su padre por parte del ejército Nacional. "Pemán es un gilipollas, y además un gran cabrón", dijo atribuyendo la frase a André Breton, otro surrealista abducido por los encantos del Cabaret Voltaire. Así se despachó Arrabal, jugando con los silencios, modulando la declamación. Entre vítores, descendió hasta la altura del resto de mortales, como si fuera uno más entre todos ellos. Como si hubiera otro como él en un país que aún se escandaliza al ver lo que ocurriría a continuación.



Concierto de Albert Pla en Cosmopoética

"Muy buenas noches, mis queridos ciudadanos de Madrid". Así se presentó Albert Pla (Sabadell, 1966), con la ingenuidad fingida en el rostro, vestido con una falda ocre y unas botas de agua por las que sobresalían unos calcetines rojos. La decoración militar de su guitarra parecía más una broma que un preludio de lo que iba a suceder. "Sálvese quien pueda", gritaba entre susurros. "Qué sitio más raro", se extrañaba mirando a un lado y a otro lado, bromeando sin pudor sobre la Iglesia católica. En la frontera entre el absurdo y el surrealismo -contó la historia de un corazón que se le escapaba del pecho y se iba de viaje-, Pla se movía cómodo con su voz infantil y su humor negro. Era todo tan magnético que ni siquiera chirriaba escuchar "Fuego al clero" en mitad de una iglesia.



Si querían un exponente dadaísta del siglo XXI, acertó Cosmopoética eligiendo al catalán. Una mujer con muchos ojos, una nueva acepción del término "hipoteca" -lugar para que bailen los hipopótamos-, un cigarro aplastado en la alfombra de la iglesia, una fórmula para fabricar bombas y un asesino de políticos, banqueros y jefes de empresas multinacionales. Estos son algunos de los elementos que componen el universo de Albert Pla, talento puro y trasgresión profunda, poética de lo absurdo, desenfreno artístico. En los bises, una versión de la canción Palabras para Julia, de Paco Ibáñez, basada en un poema de José Agustín Goytisolo, puso la nota emocionante de la noche. Pero después de esto… "Adiós, terrícolas, que os den por culo". Así se despidió, en su nave espacial hacia un planeta que el resto de mortales aún no conoce.



@JaimeCedilloMar