Image: Leonardo Padura, escritor en un baile extraño

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Letras

Leonardo Padura, escritor en un baile extraño

23 octubre, 2015 02:00

Leonardo Padura. Foto: Archivo

Leonardo Padura es periodista y escritor, especialmente de novelas policiacas, y referente de la generación de escritores surgida en los noventa, durante el llamado Periodo Especial, en Cuba. Figura tolerada por el régimen de Fidel Castro, la voz de Padura, sin embargo, se ha alzado en numerosas ocasiones contra la falta de libertad en su país, aunque su relación con la censura ha pasado por distintas etapas. Ganador del Premio Princesa de Asturias de las Letras, es junto con Emilio Lledó, Princesa de Asturias de Humanidades y Francis Ford Coppola, uno de los premiados en 2015 por su trayectoria cultural. Su amigo y primer editor, Felipe Hernández Cava, nos ofrece un retrato de su figura.

A mi amigo Leonardo Padura le sucede últimamente como al escritor turco Orhan Pamuk, que hace poco confesaba a la periodista Inés Martin Rodrigo: "Yo solo quiero escribir; pero la gente solo está pendiente de que opine de política, sobre todo quienes no me leen". Y es que son muchos los que se acercan hoy a este cubano multipremiado inquiriéndole no tanto por su literatura sino por ese régimen político bajo el que ha vivido desde que era un crío de cuatro años, un crío nacido en 1955 en Mantilla (La Habana), donde sigue situada la pequeña patria de sus afectos, en la que él y su mujer, Lucía López Coll, se han retroalimentado con su amor para sobrellevar esos períodos especiales (el oficial y los no oficiales) que les llegaron a empujar algún tiempo hasta el umbral de la escualidez.

Yo le conocí hace unos treinta años y en esa libreta antigua y manoseada que a veces le acompaña figuro como la primera anotación tomada en España con un número de teléfono que ni siquiera tenía el actual prefijo provincial. Nos hermanamos a primera vista y así ha continuado siendo hasta hoy. De modo que hace unas pocas semanas, durante una de nuestras cenas habituales, y con la confianza que nos tenemos, me pidió que le dejara utilizar para estos tiempos la definición que un día hizo de mí el dibujante Keko: "Es una persona que, en caso de conflicto, sería manifiestamente fusilable por los dos bandos en pugna". Y, claro es, le di mi permiso.

Lo primero que descubrí de su faceta como escritor fueron unos estupendos artículos que demostraban su talante poético para narrar los asuntos más dispares (él asegura que tiene una deuda contraída con el García Márquez periodista). Y fue uno de ellos, sobre aquel gran proxeneta de La Habana, Alberto Yarini, lo primero que apareció en España de él. Lo editamos Manuel Ortuño Armas y yo en una revista de vida efímera que dirigimos al alimón, "Medios Revueltos", donde publicamos también por vez primera en este país al argentino Piglia (con el que había pasado una larga noche hablando de literatura en casa del dibujante Justo Barboza) o al ecuatoriano Vásconez (que me deslumbrara en Quito).

Y luego, tras algunos cuentos y una primera novela, llegó el gran hallazgo del policía Mario Conde, un nombre que eligió porque le parecía eufónico el del

No podría explicármelo sin esa corriente que hunde sus raíces en Chéjov y de la que brotan tantos narradores norteamericanos

banquero español, y que supuso un punto y aparte en la literatura cubana, donde el género policial había sido considerado, hasta la llegada a la isla del pintoresco uruguayo Daniel Chavarría, sospechoso de transmitir los más peligrosos valores burgueses, tal y como analicé en un larguísimo artículo en "Letra Internacional" en 1998 (La prolongada agonía del olvido).

Ahora bien, me gustaría decir que nunca he leído la saga de ese melancólico policía, que en breve veremos con el rostro de Jorge Perugorría, y transmutado luego en comprador y vendedor de libros de segunda mano, como novelas de género, aunque Padura haga sus guiños a los grandes clásicos, sino como excelentes novelas sin adjetivo añadido, como pueden ser algunas intrigas de Sciascia o Dürrenmatt. Y creo, y tengo que decirlo, que, a mi parecer, poco deben también a las de Manuel Vázquez Montalbán, más allá de esa presencia y valoración de la comida, pese a que Padura, siempre generoso con el reconocimiento que de él tuvo, le saque a colación. O, en todo caso, y para no ser tan tajante, le debe a Manolo cierta voluntad de ser la voz de los sin voz; ser la voz de aquellos entre los que se creció y a cuyo esfuerzo común se debe el haber conseguido llegar a tener una audiencia interesada en escuchar algo de lo que, dotado de mayor o menor destreza, uno pueda contar.

Tal vez por esa razón me niego a hacer esa división a la que la crítica es tan dada entre esas obras negras "populares" y sus obras "cultas", a saber: La novela de mi vida (quizá su más hondo texto hasta el momento, aunque el público, lamentablemente, no lo haya sancionado con el merecido entusiasmo), El hombre que amaba a los perros (una parte de cuya fase documental se tejió en mi casa, que es la casa de Leonardo y Lucía en España) o Herejes.

Toda su literatura, sin distingos ni matices, está recorrida por un mismo afán, como reconoció el jurado que le concedió el premio Princesa de Asturias: enredarse en desentrañar la madeja con que la Historia acaba envolviendo la Ética para confundirnos o cegarnos (esa suerte de "penumbra bondadosa que siempre se ha prestado grave a los recuerdos", que decía Eliseo Diego).

Y para ello se ha servido de un estilo depurado y con una engañosa economía de medios que me hace recordar lo que recientemente escribió Ignacio
Toda su literatura está recorrida por un mismo afán, desentrañar la madeja con que la Historia envuelve la Ética
Echevarría en estas páginas a propósito de la narrativa norteamericana, cuando señalaba su habilidad para incorporar la experimentación formal a la tradición novelesca sin que el lector se viera obligado a percibir esa condición rupturista (en Cuba, aunque no dispongo de espacio para desarrollarlo, hemos visto esa tensión entre, por ejemplo, Lezama y Sarduy, pongamos, en un extremo, o Antón Arrufat, por ejemplo, en otro).

Padura, como también señaló el jurado del Princesa de Asturias, está firmemente arraigado en su tradición, pero yo, al menos, no podría explicármelo sin esa corriente que hunde sus raíces en Chéjov (lo que se percibe especialmente en sus cuentos), y de la que brotan tantos narradores norteamericanos (desde Hemingway, que vivió muy próximo a la casa de Mantilla, y al que siempre hay que acabar ajustando un poco las cuentas, hasta Carver, por citar uno entre cien que se me ocurren; y sin olvidarnos de alguien sustancial para nuestro cubano: Salinger, y especialmente esa pieza breve llamada El hombre que ríe).

Hoy me parece un exceso leer que mi amigo Leonardo Padura es el mejor escritor contemporáneo en lengua castellana (¿quieren acicatear aún más las naturales envidias?). Sé que es magnífico, eso sí. Siempre lo supe. Y sé, sobre todo, que, como pretendía Stendhal, es sincero y sencillamente sincero. Hasta ahora, mi asere.