Image: J. K. Toole: Una mariposa en la máquina de escribir

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Letras

J. K. Toole: Una mariposa en la máquina de escribir

Cory Maclauchlin

29 mayo, 2015 02:00

J. K. Toole

Traducción de Daniel Najmías. Anagrama, 2015. 368 páginas, 24'90 €

La diva del cine Louise Brooks reconoció que "todo actor siente una animosidad natural contra cualquier otro actor; presente o ausente, vivo o muerto". Esta infrecuente explosión de sinceridad puede trasladarse al ámbito de la literatura, el arte, o cualquier otra actividad que demande grandes dosis de narcisismo y una bajísima autoestima alimentada por una neurosis galopante. Thelma, madre superlativa de John Kennedy Toole, inculcó en su hijo ambos rasgos, asegurándole que su destino era "hacer algo grande". Al mismo tiempo, le transmitió que nunca debería separarse de ella, mostrándose celosa de sus amistades femeninas. Hijo único, John Kennedy, familiarmente Kenny, fue un alumno extraordinario, que obtuvo brillantes calificaciones sin apenas esfuerzo. Nació en 1937 en Nueva Orleans, cuando la segregación racial era un precepto inviolable soportado por la autoridad del rifle y la Biblia. Educado en un tibio catolicismo, pasó mucho tiempo en el Barrio Francés, observando la inacabable galería de tipos humanos, que oscilaba entre lo ridículo y lo sublime. Amaba los "jazz funeral" y el Mardi Gras, un insólito carnaval donde los afroamericanos se disfrazaban de indios de las praderas.

Cuando apareció el televisor, el despierto Kenny profetizó que desplazaría a la radio y se convertiría en el electrodoméstico preferido de los hogares norteamericanos. Le apasionaban el cómic y el rock, y vivía en su imaginación un poético idilio con Marilyn Monroe. Sólo era un adolescente, pero su visión de las cosas evidenciaba un talento en plena ebullición. Sin embargo, nunca le acompañó la suerte. A los 16 años escribe su primera novela, La Biblia de neón. Su modelo es El guardián entre el centeno, que expresa la inadaptación de los jóvenes de la época, incapaces de identificarse con los valores de la generación anterior. Presenta la obra a un concurso, sin éxito. Le oculta todo a su madre, quizás porque necesita escapar de su cerco agobiante. Gracias a sus notas, logra una beca para estudiar en la Universidad de Tulane. Al principio, se plantea ser ingeniero, pues siempre ha destacado en matemáticas, pero su pasión por las letras le aleja de los números. Decide convertirse en profesor de literatura inglesa, lee a Boecio, se enamora de la Edad Media y empieza a gestar a Ignatius J. Reilly, el asombroso protagonista de La conjura de los necios. Reilly no es un simple personaje literario, sino un imperecedero arquetipo de una rebeldía grotesca. Su pasión por la comida y la ropa estrafalaria es el perfecto complemento de una ideología que rescata la atmósfera reaccionaria de Las veladas de San Petersburgo, de Joseph de Maistre. Reilly se declara monárquico, aborrece la Ilustración y piensa que Estado Unidos sólo puede salvarse de la autodestrucción mediante la teología y la geometría. Está en guerra con los necios, pero su cruzada es tan nihilista e infantil como su aspecto: gorra de cazador, camisa de cuadros, parche de pirata y un alfanje de juguete. Su ariete es su inseparable carrito de perritos calientes, que le permite ganarse la vida como vendedor ambulante. Algunos han afirmado que Ignatius es un Don Quijote obeso. Es relativamente cierto. La gorra de cazador equivale a la bacía y el alfanje a la lanza, pero Reilly no es un idealista, sino un hipocondriaco con una madre dominante y medio loca. No lee libros de caballería, sino cómics de Batman. No lucha contra molinos de viento, sino contra estólidos acomodadores de oscuras salas cinematográficas. Su Dulcinea es Myrna Minkoff, una universitaria rebelde que se pasea por el campus con un libro bajo el brazo, una guitarra a la espalda y un cigarrillo entre los labios. Sus gafas de pasta cobijan una visión del mundo totalmente opuesta a la de Ignatius, pero intercambian cartas que insinúan un romance imposible.

Es indudable que Ignatius es una versión hiperbólica de Kenny, con sus miserias y grandezas. Kenny trabajó como vendedor ambulante de perritos calientes y en una fábrica de ropa masculina, pero completó sus estudios en la prestigiosa Universidad de Columbia. No obstante, tras realizar el servicio militar en Puerto Rico como profesor de inglés, regresó a Nueva Orleans para trabajar en una pequeña universidad católica. Deposita sus esperanzas en La conjura de los necios, pero las editoriales rechazan el manuscrito. No se le conocen idilios ni aventuras. Algunos hablan de una homosexualidad reprimida. Kenny no encuentra alicientes en su rutina existencial. Dar clases y mantener a sus padres le parece insuficiente. Cae en una depresión con síntomas paranoides. Sólo halla consuelo en la hermana Beatrice, que se irá a la tumba sin revelar a la prensa el contenido de sus conversaciones. El 26 de marzo de 1969 se suicida con el monóxido de carbono de su coche. La madre acosará al escritor Walker Percy hasta lograr que lea el manuscrito. Percy al fin accede y su reticencia se convierte en entusiasmo. Escribe el prólogo y consigue que la obra se publique en 1980. En 1981 La conjura de los necios obtiene el premio Pulitzer a título póstumo. Cory MacLauchlin se pregunta por qué los editores fueron tan necios y rechazaron el manuscrito. Su hipótesis es que la novela es "absolutamente dickensiana", pero sin sentimentalismo ni reformismo social.

Una mariposa en la máquina de escribir ofrece por primera vez una biografía minuciosa, amena y rigurosa del desdichado John Kennedy Toole. En este caso la "animosidad natural" de la que hablaba la fascinante Louise Brooks debe aplicarse a los editores, los auténticos villanos de esta historia J. K. Toole sólo tenía 31 años. Duele pensar lo que podría haber escrito, si los editores no le hubieran despachado con frases hipócritas arrogantes o abiertamente desdeñosas. Afortunadamente, el tiempo arroja un manto de olvido sobre los editores y rescata a los escritores que no conocieron el éxito ni el reconocimiento, pero al igual que Luis Cernuda me pregunto: "¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de/ ellos?" (Birds in the night).