Cuando le propusieron ser uno de los primeros traductores españoles de Walt Whitman -hasta ahora la gran mayoría eran latinoamericanos-, el poeta Eduardo Moga no lo dudó un momento. Dos años y medio después, he aquí el resultado: un volumen de más de 1.500 páginas que incluye, además de la edición bilingüe de Hojas de hierba, una selección de prosas -prólogos, dedicatorias y artículos sobre sí mismo, sobre la Guerra Civil o sobre Abraham Lincoln, además de un diario circunstancial de la contienda- que, según Jordi Doce, de Galaxia Gutenberg, constituye "un relato fundamental de lo que Whitman fue y, por tanto, de lo que fue su obra".

No es posible separar al hombre del poeta. Sam Abrams escribió, y lo recoge Moga en su minuciosa introducción del libro, que "Walt Whitman es una creación de Walter Whitman". El poeta de abrumadora presencia, el poeta que se canta a sí mismo -"yo, en la segunda mitad del siglo XIX, en América"- gracias a una formidable conciencia individual. "Un yo de dimensiones e intensidad máximas -resume Moga-, un ser pleno y vivísimo, alejado tanto de la fabulación como del juego de máscaras, y volcado íntegramente en sus páginas". A esa noción responden estos versos sobre su propia poesía: "Camerado, esto no es un libro / quien lo toca, toca a un hombre", y todo el célebre Canto de mí mismo y, en general, toda su obra, de cuya magnitud el propio Whitman -el gran visionario- tenía plena conciencia ya desde sus primeras manifestaciones: "Os exijo que rechacéis siempre a los que quieran explicarme, porque ni yo mismo acierto a explicarme./ Os exijo que no me utilicéis nunca para formular teorías o fundar escuelas. / Os exijo que dejéis a todo el mundo en libertad, como lo he dejado yo".

Pero no hay nada heroico en la vida de Walt Whitman. Borges apuntó que "quienes pasan del deslumbramiento y del vértigo de Hojas de hierba a la laboriosa lectura de las piadosas biografías del escritor, se sienten siempre defraudados". Fue un pésimo estudiante, como tantos, un muchacho que cambió las aulas por las bibliotecas, a los profesores por los tertulianos de café y la educación reglada por un concienzudo autodidactismo. Fue chico de los recados y aprendiz de diversos oficios, fue impresor, periodista, tendero y dueño de una librería. Y vivió la degradación, la ignorancia y la mediocridad de su tiempo y, sobre ella, fundó una poesía nueva. Acumuló en su obra, al decir de Harold Bloom, al genuino hombre americano, desempeño que compartió con Thoreau y con Emerson. Un fascinado José Martí, que lo conoció en Nueva York en 1887, comparó sus poemas "pasmosos" con los libros sagrados de la Antigüedad, que eran los únicos en los que veía el cubano "una doctrina comparable por su profético lenguaje y su robusta poesía".

A Whitman la crítica lo ha visto como un filósofo clave en la constitución de América, en donde, llegado cierto punto, hacían falta poetas: "Aún no hemos tenido en América al genio que, con ojo tiránico, aprecie el valor de nuestros incomparables materiales, y vea, en la barbarie y el materialismo de nuestros tiempos, otro carnaval de los mismos dioses cuya descripción tanto admira en Homero". Hay constancia de que Whitman estaba en el auditorio cuando Emerson pronunció esta conferencia en la que definía al poeta como "el soberano, el que está en el centro". Trece años después, Whitman publicaría la primera edición -autofinanciada- de Hojas de hierba y con el tiempo se convertiría en el cantor que buscaba Emerson.

Whitman lo impregna todo con un lenguaje que, en palabras de Eduardo Moga, "no espanta a nadie". "Su lenguaje es a la vez llano y complejo, lo que conforma la primera de sus dualidades". Porque, además del poeta de la democracia, de cantor de esa americanidad ruda, sencilla y orgullosa, Whitman es, dice el filólogo, "pura dualidad, un poeta bifronte lleno de contrarios: entre el yo más radical y la colectividad, entre el amor heterosexual y el amor homosexual, entre la vida y la muerte". Jordi Doce lo define como un "poeta inclusivo, sabio, lúcido, tranquilo y natural". Y añade: "Es el poeta de la totalidad".

El cantor de una tierra sin pasado

Walt Whitman comenzó su actividad literaria en la década de los cuarenta (en 1842 publicó su primera y única novela, Franklin Evans, el borracho; "una auténtica porquería", dejó dicho de ella.) Y es en periódicos y revistas -algunas fundadas por él mismo- en donde el joven Whitman comienza a desplegar su extraordinaria personalidad. "Al principio él quiso ser un orador, y esa tribuna a la que aspiraba fue finalmente su poesía", explica Moga, que destaca, tras dos años de "inmersión", el "trabajo fractal de un poeta que consigue, con ese martilleo tan característico, ir haciendo enumeraciones que se ramifican una y otra vez pero que en ningún caso se apartan del sentido global del poema". Preguntado por la angustia de la influencia, el también poeta español señala precisamente esas enumeraciones casi sonámbulas como lo más invasivo en el estilo de uno.

Con la primera edición de Hojas de hierba, Whitman puso en la calle, pagados de su bolsillo, 795 ejemplares. Entre aquel libro, que contenía doce poemas, y su última versión, que incluía 389, mediaron nueve ediciones y casi cuarenta años. El libro pasó al principio desapercibido; Whitman intentó promocionarlo con tal desesperación que, ante el silencio de periodistas y otros prebostes de la literatura, comenzó él mismo a reseñarse con diversos seudónimos. Solo Emerson acogió sus doce primeros poemas con la generosidad que merecían. Pese a todo, "Whitman tuvo siempre una gran confianza en la importancia de su obra", dice Joan Tarrida, de Galaxia Gutenberg. Una confianza y la conciencia del elegido, que le hacían llamarse a sí mismo, en ciertos versos, "Mesías" o "Redentor".

En aquellos años cincuenta, años dorados de la literatura norteamericana (Melville publica Moby dick en 1851 y Bartleby, el escribiente en 1853; Hawthorne, La letra escarlata en 1850; Thoreau, Walden o la vida en los bosques en 1854) el poeta es plenamente consciente de adónde se dirige: "Whitman se decanta entonces [en esas primeras composiciones] por el poema épico, cuya amplitud versicular y hondura oratoria le permitan cantar la grandeza extraordinaria de un mundo nuevo, y también de un hombre nuevo", sostiene el encargado de la edición. Precisamente Whitman pensaba que el versículo, el verso libre se adecuaba "al espíritu americano, joven y libérrimo".

Es el poeta de América, de "la gran epopeya democrática" en la que todos, del presidente al último ciudadano, son protagonistas con voz. Eduardo Moga resume el contenido de Hojas de hierba o, lo que es casi lo mismo, de toda la obra de Walt Whitman, con el título de un libro de Gertrude Stein: "la autobiografía de todo el mundo". Y sobre ese mundo, reina el poeta, que se dibuja "con una rotundidad lacerante y en continuo crecimiento". "A la vez que Whitman canta al personaje colectivo, y lo insta a afirmarse, se canta a sí mismo, como portavoz o espíritu suyo, como encarnación de su cuerpo plural y casi inconcebible, dotado de todas las virtudes y todas las maldades del género humano".

Emerson pidió un Homero que cantara la sociedad americana, que narrara "la cólera de los canallas y la pusilanimidad de los honrados y el comercio del norte, la plantación del sur y la conquista del oeste". Pidió un poeta capaz de elevarse sobre lo detestable y celebrar el heroísmo cotidiano y el presente y el futuro sobre un pasado que en América, sencillamente, no existía. Y Walt Whitman, apenas lo escuchó, se puso a ello.

Canto de lo universal

Ven, dijo la Musa,

Dedícame un canto que ningún poeta haya entonado todavía,

cántame lo universal.

En esta espaciosa tierra nuestra,

Entre tantísima vulgaridad, entre la escoria,

Contenida y a salvo en su centro, en su corazón,

Anida la semilla de la perfección.

Todas las vidas participan de ella, en alguna medida;

Nadie nace sin que ella nazca: oculta o al descubierto, la semilla

Espera.

(...)

Cronistas futuros

Cronistas futuros,

Venid, os enseñaré lo que oculta esta apariencia impasible, os

contaré qué decir de mí,

publicad mi nombre y colgad mi retrato como el del amante

más afectuoso,

el retrato del amigo, del amante, a quien su amigo, su amante,

amaba más que a nadie,

que no se enorgullecía de sus cantos, sino del inconmensurable océano de amor que

albergaba, y que vertía con prodigalidad,

que daba, a menudo, solitarias caminatas, pensando en sus amigos queridos, sus amantes,

que, meditabundo, lejos del amado, pasaba las noches insatisfecho y sin dormir,

que conocía demasiado bien el temor de que aquel a quien amaba le fuera secretamente

indiferente,

cuyos días más felices transcurrieron lejos, en los campos, en los bosques, en las

colinas, caminando ambos de la mano, apartados de todos,

que recorría a menudo las calles, con el brazo

por los hombros del amigo, y con el brazo del amigo por los suyos.

(Traducción de Eduardo Moga)