Fleur Jaeggy

No es sencillo llegar hasta Fleur Jaeggy, una de las escritoras de culto más importantes de Europa, autora entre otras novelas de la célebre y concentrada Los hermosos años del castigo, El ángel de la guarda o Proleterka, mejor novela del año en 2009 para el Times Literary Supplement. En Italia, su país de adopción, no da jamás entrevistas y sólo de cuando en cuando se anima con algún medio extranjero. Tampoco resolver la entrevista es sencillo: previo paso por intermediarios y agentes, es necesario enviar las preguntas por escrito para que ella dé su aprobación. Y sin embargo, lo que en otro autor podría parecer un signo de divismo, se entiende de inmediato como la manifestación de una timidez extrema. Por fin su agente me comunica que Jaeggy me llamará por teléfono a las doce, nada de mails, nada de grabadoras.

La espera comienza a tener ya un tinte misterioso, hasta que suena por fin el teléfono y una voz elegante, con un ligero acento alemán anuncia en lengua italiana que es Fleur Jaeggy (Suiza,1940). Se oye a ratos el crujido del parqué de madera, como si estuviese cruzando un distinguido cuarto de estar milanés. Acaba de editarse por primera vez en España El dedo en la boca (Alpha Decay), una de sus primeras novelas (1968) misteriosamente inédita hasta la fecha en castellano. Un libro que, al igual que esa voz, parece haber realizado un particular viaje en el tiempo. Hago un último intento:



Pregunta: ¿No le importaría que la llamara yo desde skype para poder grabar la conversación?

Respuesta: Preferiría que no, me gusta más conversar.



P.- Escribo lento y con dificultad -me disculpo.

R.- Pero si me graba acabaré sintiéndome incómoda, siempre me siento incómoda cuando me graban la voz.



Le pregunto directamente por El dedo en la boca, una inquietante novela iniciática y envuelta en una música cruel que fue publicada cuando la autora tenía tan sólo veintiocho años.



R.- Lo siento como un libro tan lejano... apenas lo he abierto desde que lo escribí, es más, no sé ni siquiera si tengo una copia en casa. Nunca leo mis libros después de escribirlos, me parece que se alejan de mí cuando los he publicado. Le puedo hablar de gatos. ¿Usted tiene gatos?

P.- Sí, uno. Lo encontré en la calle, en Huelva.

R.- El mío se llama Tsanga y se parece mucho a su país, su madre era una gata griega muy inteligente.



La conversación ha tomado desde el principio un rumbo tan imprevisto que también yo me animo a saltarme el guión.



P.- Siempre he tenido la sensación de que sus libros suceden en algo parecido a la superficie, un lugar en el que "lo interno" ha subido hasta la superficie de la piel y se ha puesto de manifiesto. ¿Le parece a usted extraño lo que le digo?

R.- No me desagrada esa idea.



P.- Me alegra que le agrade.

R.-Yo no he dicho que me agrade, (ríe) he dicho que no me desagrada.



P.- Esto se está empezando a parecer a un diálogo de una novela de Fleur Jaeggy.

R.- (Ríe) Sí, puede ser.



P.- ¿Se describiría a sí misma como una narradora fría?

R.-No tengo la sensación de ser una narradora fría. Me lo han dicho alguna vez pero no tengo esa sensación. Cuanto más pasa el tiempo menos cosas sé, al menos sobre mí misma. Escribo libros y luego sé que hay que hacer entrevistas pero no sé qué responder cuando me preguntan. Lo digo para que no se moleste. Seguramente le estaré pareciendo un poco decepcionante.



P.- En absoluto.



Cae entre los dos un silencio literario y extraño que, curiosamente, nos hace sentirnos mejor.



P.- También he pensado muchas veces que es usted como una especie de versión en negativo de cierta narrativa centroeuropea, como si sus novelas fueran el esqueleto de una novela de Bernhard, por ejemplo.

R.- No sabría decir, la verdad. Coincidí con Bernhard un par de ocasiones, en Roma, siempre con Ingeborg (Bachmann), le había invitado el instituto de Austria, creo, y me pareció una persona muy ingeniosa.



P.- Ingeborg Bachmann era muy amiga suya, ¿no?

R.- Sí, me falta mucho.



P.- Dijo usted en una entrevista una frase sobre ella que me pareció extraordinaria: "me dio buenos consejos fingiendo que no me los daba".

R.- Así es, fue exactamente así.



P.- Me recuerda a lo que decía Jerome Loving de Whitman: "tenía el talento de hacer hablar a las personas de lo que más sabían", como si se tratara de la descripción de una delicada bondad.

R.- Eso es muy bonito. Mucho. Recuerdo que con Ingeborg pasamos juntas un verano en el mar, he escrito sobre eso en algún sitio pero ya no recuerdo dónde. Cuando llegamos a la casa y abrimos el grifo resultó que el agua era salada, el agua del grifo, no se podía beber. Teníamos que ir al pozo a por agua para beber. Recuerdo esa imagen con mucha claridad y también que no salíamos casi nunca de la casa, siempre estábamos charlando y riendo. Creo recordar que vino a vernos Italo Calvino.



P.- Es usted traductora. Hace poco se ha publicado también en España Vidas conjeturales (Alpha Decay) en donde escribe un breve ensayo literario sobre Thomas de Quincey. ¿Sabe que usted y yo hemos traducido el mismo texto de ese autor, aquel en el que habla de su hermano William? (Thomas de Quincey, Bosquejos de infancia y adolescencia. Sexto Piso)

R.- Ah, es un texto fantástico, muy difícil de traducir. Hay un fragmento que me encanta, cuando William, el hermano de Thomas de Quincey que en ese momento es sólo un niño, intenta idear mecanismos para caminar por el techo como una araña. No sé qué me sucede con las arañas pero no quiero que nadie las mate. Me vienen a buscar, creo que han entendido que pueden estar cerca de mí porque yo no las mato. Había un par de telarañas en la escalera de mi casa y alguien las ha limpiado, seguro que ha matado las arañas. ¿A usted le gustan las arañas?



P.- No especialmente, pero mi relación con ellas ha cambiado un poco desde que he visto el tamaño que pueden llegar a tener. Mi mujer es argentina y en su ciudad, junto al Paraná, en medio de la selva le aseguro que las arañas son otra cosa.

R.- ¿Argentina? Mi madre nació en Buenos Aires, aún conservo su pasaporte argentino. Pero usted no las mata, ¿no? A las arañas... No me gusta que la gente mate a las arañas.



P.- No. ¿Recuerda, por cierto, aquella película de Bergman en que hablaban de Dios como una araña? (Tras el espejo).

R.- No, he visto esa película, pero no lo recuerdo. ¿Una araña masculina o femenina?



P.- No lo sé, la verdad.

R.- No es lo mismo que la araña sea masculina o femenina.



P.- ¿Qué tipo de música le gusta escuchar?

R.- Música clásica, me gusta mucho Mahler, las grabaciones de Elisabeth Schwarzkopf, y también Richter, el pianista.



P.- ¿Y un instrumento?

R.- (Al instante, con energía) ¡El pianoforte!



P.- ¿Y toca?

R.- Tengo un viejo Steinway, toco muy poco. De joven recibí clases y de vez en cuando me siento a tocar, siempre cosas fáciles como los preludios de Bach. Me gusta mucho tocar escalas, para mí son como una especie de meditación.



P.-¿Y cantar?

R.-No, cantar, no.



P.- Pues no tiene mala voz.

R.- Para hablar, no para cantar.



P.- Siento una tremenda curiosidad por saber cómo escribe, ¿qué sistema utiliza para llegar a unos textos tan concentrados, tan herméticos?

R.- Empiezo a escribir suprimiendo en mi cabeza el texto desde el primer minuto. Comienzo ya quitando cosas. En la primera versión del texto ya he eliminado muchas cosas que ni siquiera he llegado a escribir. Las he tachado en mi cabeza. Escribo siempre a máquina, me gusta el sonido, tengo una vieja máquina color verde pantano y también una Remington negra. Uso mucho papel y cuando algo no me gusta saco el folio, hago una hermosa pelota y la tiro. Si algo no me gusta, aunque sólo sea una cosa pequeña, reescribo toda la página completa. ¿Usted escribe a ordenador?



P.- Yo sí.

R.- Claro, a usted no le pasan estas cosas.



P.- ¿Qué lectura tiene en este instante sobre la mesa?

R.- Padre e hijo, de Edmund Gosse, me ha gustado mucho. A quien leo constantemente es al maestro Eckhart, el místico. Lo leo desde hace años y me sigue siempre a todas partes. Es uno de esos libros que siempre me viene a buscar.



P.- Yo intenté leer a Eckhart y he de reconocer que no entendí una palabra.

R.- No es necesario entender. Pruebe a leerlo con los ojos cerrados.



P.- ¿Qué libro podría leer usted con los ojos cerrados?

R.- A Eckhart lo leo con los ojos cerrados. Yo me sé muchos libros de memoria y aún así me siguen interesando, me sigue interesando mirar ciertas cosas aunque las conozca bien.



Mientras tanto se ha levantado, cruje el suelo, de nuevo y hay un breve silencio distraído tras el que confiesa estar buscando esos libros en la biblioteca ("me gusta tener delante los libros cuando hablo de ellos") y mientras tanto va recitando los nombres de autores que lee en las estanterías De Quincey, Walser...



R.- Me gustan mucho los autores místicos, no sólo a Eckhart, también Angela da Foligno y Swedenborg y Blake... Gorey, me encanta. Gorey, el ilustrador.

P.- ¿Qué tal un ejemplar del maestro Eckhart ilustrado por Gorey?

R.- Ah (ríe) eso sería magnífico.



Fleur Jaeggy sigue recitando hasta que acaba nuestra charla algunos de los títulos de su estantería con un tono de voz cada vez más dulce y relajado, como si lo hiciera desde un tiempo distinto al de El dedo en la boca, un tono neutro, parecido al de sus personajes. ¿Lee con el dedo en la boca y acariciándose la nariz, como su inquietante protagonista Lung o tal vez lo hace, como asegura que hay que leer a Eckhart, con los ojos cerrados? La respuesta, como en cualquier texto de Fleur Jaeggy, puede que haya sido tachada en la cabeza, antes de llegar a la página.