Richard Parra. Foto: Juanjo Martín

Richard Parra (Comas, 1977) habla con entusiasmo de literatura. Como quien no ha publicado apenas nada y por ello no siente la necesidad de hablar siempre de sus libros. Aunque se le pregunte por su obra, él se va. Se va a Gimaraes Rosa, a Roa Bastos, a Vargas Llosa, a Cortázar, al Inca Garcilaso de la Vega. Es, por poco, un autor novel aún fascinado con la literatura de otros. La pasión de Enrique Lynch / Necrofucker (que él pronuncia "necrofffoker", arrastrando como con rabia la f) es su segundo libro; lo edita Demipage: dos novelas cortas que forman parte de un proyecto mayor, o "mural desmedido", como lo ha llamado Antonio Muñoz Molina, unos de sus valedores. Parra se autoeditó en Lima su primera antología de cuentos, pero es inencontrable hoy; así que aquí, en España, el joven escritor peruano se ha pasado una semana enviando el pdf de aquellos cuentos a quienes, entusiasmados con lo que presenta ahora, le piden más.



Esta mañana, Richard Parra se ha perdido. Llega a la editorial apurado, algo confuso, con un libro de Ernst Jünger bajo el brazo. Da las gracias por la entrevista antes y después de que se produzca. Parra se encuentra esta semana en Madrid, de promoción, y su libro lo ha presentado Alberto Olmos en la Feria del Retiro. Viene directo de Nueva York, donde vive, pero ahora, en unos días, regresa al Perú, donde se crio. Le gusta Estados Unidos. "Cómo no: es fantástico. Aunque creo que solo podría vivir en Nueva York. Me gustaría permanecer allí, engancharme a un empleo académico, como de profesor o así. Vamos a ver".



-¿Escribe cómodo en Nueva York?

-Sí, claro. Allí trabajo mejor. Encuentro calma. Aunque es un lugar común eso de que tienes que estar lejos para escribir de tu país, que tienen que pasar lo años... Para mí, el Perú es básico. A veces me gustaría estar allá y poder revisar archivos o libros; y además lo necesito, necesito ir cada cierto tiempo y actualizar el lenguaje. No soy un escritor de lenguaje neutral, pertenezco a la actualidad y de ahí incorporo continuamente giros que me parecen poéticos o bellos. He de estar en contacto con la lengua.



Que no es un escritor de lenguaje neutral es perfectamente notable en su última y (casi) primera obra: dos novelas cortas escritas como a puñal, en modismos a veces indescifrables y violentos. A priori, no pueden ser más distintas: La pasión de Enrique Lynch es la peripecia de un imperialista norteamericano que, en el siglo XIX, aterriza en Perú en busca de una especie de Eldorado que incluye, para su disfrute, derecho de pernada y mano de obra esclava, cortesía de indígenas y culíes. Necrofucker, en cambio, ambientada en los años ochenta del pasado siglo, es la historia de unos jóvenes peruanos que sueñan con salir de la pobreza versionando canciones de metal extremo. "Desde el punto de vista temático -explica el escritor-, las dos son historias sobre una suerte de caos social. En Lynch hay una guerra que trae mucho desorden a la vida de un muchacho, que pasa de ser idílica a estar corrompida. En la otra es al revés: partimos de un lugar muerto en el que no hay nada que hacer y en el que, de pronto, aparece una promesa de progreso, que es la música. En ambos cuentos, además, hay una perspectiva histórica, los narradores ya tienen una idea muy clara de todo lo ocurrido y de sus consecuencias".



-¿Escribió estos cuentos mientras hacía el doctorado?

-Sí, fueron en paralelo. Mi doctorado fue sobre el siglo XVI, sobre el Inca Garcilaso, una cosa muy erudita. Caray, lo hice. Todos esos cronistas de Indias... son prosas muy duras, muy desordenadas. Pero el Inca... el Inca es un gran escritor, es un esteta, además no solo plantea un estilo, sino un proyecto ético, político, de memoria, de reconstrucción del pasado; él escribe tras el trago colonial, escribe desde Montilla y desde Granada, desde un margen de España, no desde los centros, como sería lógico. La escritura de estos cuentos y la tesis fueron paralelos y yo creo que hay, qué se yo, ecos o resonancias...



-¿En qué sentido?

-En Necrofucker, sobre todo, aunque parezca mentira. Yo lo veo mucho como esos pasajes de Garcilaso en que cuenta la guerra como si la viera un niño desde la ventanita de su casa, un niño que ve cómo los mayores protagonizan las batallas. En fin, algo de eso hay.





El personaje de Lynch está inspirado en Henry Meigss, industrial americano que hizo fortuna con la construcción del ferrocarril en Chile y Perú.



Enrique Lynch ha llegado a Perú huyendo de EEUU. Huye del Oeste, y por ahí asoma el western, que en Parra recuerda más a Sergio Leone que a John Ford, y cierta retórica, pero muy atenuada por una aversión clara por el adorno y la paja. En el otro cuento, en Necrofucker, de pronto el escritor cambia el glosario, se va al estilo "lumpenesco", deliberadamente violento, muy duro. "En el caso de la historia de Lynch hago el juego con Bolívar, con esos escritores del XIX: Sarmiento, Vargas Llosa en sus novelas decimonónicas, como La Guerra del Fin del Mundo... Especulo con esa tradición. Se trata de hacer recreaciones posmodernas del western, de esas novelas del diecinueve. En Necrofucker trato, en cambio, de traer el estilo criollo, un estilo recortado, como castrado. Un estilo antibarroco también".



Parra repasa, en casi una hora de conversación, la obra de varios autores latinoamericanos, y los enfrenta: Borges y Cortázar, Manuel Puig, García Márquez, Arguedas o Vargas Llosa, con quien se siente muy en deuda, como -dice- cualquier escritor joven de Perú: "Me encanta la primera parte de la obra de Vargas Llosa, La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La casa verde. Estoy ahora más entonando con La casa verde, que es terriblemente faulkneriano. Es un libro que me habla mucho ahora. Ese primer Vargas Llosa es muy influyente en mi trabajo. Tanto él como Arguedas, que escribe en paralelo a Vargas Llosa, son claves para cualquier escritor peruano. Los ríos profundos, no sé, es contemporánea, prácticamente, a La ciudad y los perros. Escribieron al mismo tiempo, al menos durante unos años. El zorro de arriba y el zorro de abajo se lee a la vez que Conversación en la Catedral, también.



-¿Se ve evolucionando hacia novelas más largas, más "decimonónicas"?

-Caray, no sé hacia dónde voy estéticamente. Te puedo hablar de lo que estoy escribiendo ahora, que es una novela sobre unos niños. La referencia lejana es Ciudad de Dios, la película brasileña. Y también Infancia, de Coetzee. Estas dos obras alimentaron mucho cierta sensibilidad que tengo con esta etapa de mi vida, que yo ya había tratado en cuentos de mi primer libro. Aquí, por supuesto, ya no hay lenguaje lumpenesco y trabajo con una tercera persona, lo que no es habitual en mí.



No pasará desapercibido al lector, porque es parte importante aquí, el sexo en crudo, casi sórdido, de ambas novelitas cortas, pero sobre todo de la segunda, la historia de unos muchachos que, junto a la música, descubren la sexualidad y el erotismo y bordean y tocan la prostitución. "Me dijeron que había un machismo muy marcado en mis historias, y yo... no sé". Se para, lo piensa: "Caray, no lo veo así; creo que hay una parte, cómo decirlo, friendly: los chicos están descubriendo su sexualidad, la manera de relacionarse sentimentalmente… no se trata de defender la historia, pero me parece que si nos quedamos con una parte, somos injustos con el cuento. Creo que es importante escribir las cosas como son; Perú es todavía muy conservador, muy oscurantista, y yo, con esto, trato de ir de alguna manera contra ese discurso, y lo hago usando su lenguaje".



Antes de irnos, le preguntamos a Parra -larga coleta negra, camisa a cuadros desabrochada, media barba- qué significo el metal extremo para su generación. "Para la mía, lo mismo no tanto, pero para la criada en los ochenta fue algo importante. Fueron años duros para el Perú. Hubo una guerra que estalló dentro de una democracia que se comportaba como una dictadura y el metal fue la banda sonora de todo aquello, del reaganismo, de los contras, de la derrota de la revolución sandinista". Los niños de Necrofucker, concluye, "conservan cierta pureza", y por eso le gustaría que el libro se leyese, también, como una bonita historia de amor: a una chica, a la música, a un padre.