Interior de la Biblioteca Pública de Nueva York, la preferida de muchos escritores.

Atendían a quienes se acercaban a por un ejemplar, o a leer un rato, pues nadie sabía como ellos el orden exacto de las estanterías. Repasaban cubiertas que ya habían abierto, hojeaban páginas que ya habían leído. Eran bibliófilos bibliotecarios, lectores y, por último, y casi por accidente, escritores. Borges, Onetti, Vargas Llosa, Reinaldo Arenas, Georges Bataille, Perec, Perrault, Stephen King, Lewis Carroll, Giacomo Casanova, Rubén Darío o Proust, entre muchos otros, además de la escritura, tienen, tuvieron en común la dedicación, en algún periodo de su vida, al objeto libro. Al trasiego de volúmenes desde el mostrador de una biblioteca. "Para algunos era como su misma vida -nos dice Ángel Esteban, que acaba de publicar en Periférica El escritor en su paraíso , un ensayo en el que recupera las andanzas de esta legión de bibliotecarios con pluma-. Es el caso de Borges, que cuando dejó de ser Director de la Nacional de Buenos Aires, solía recorrer a diario la distancia entre su casa y la biblioteca, con la misma rutina, porque no se acostumbraba a no trabajar ya allí. Para otros fue el primer contacto serio con la literatura, como Reinaldo Arenas, quien había llegado a la capital desde un pueblo perdido en la parte oriental de la isla de Cuba donde apenas llegaban los libros. Algunos autores tuvieron gracias a la biblioteca un medio de subsistencia, como el Vargas Llosa joven y recién casado, o el Robert Musil que solo quería dedicarse a escribir pero debía mantenerse económicamente".



El muestrario arroja peripecias muy variadas. El citado Borges, siendo joven, pero ya famoso, estuvo empleado en una biblioteca de Almagro. En aquel edificio leyó, sentado en un sillón que todavía se conserva, todo volumen desconocido que le caía en las manos, y sobre ese modo de vida, resumió: "Yo no bebo, no fumo, no escucho la radio, no me drogo, como poco. Yo diría que mis únicos vicios son El Quijote, La divina comedia y no incurrir nunca en la lectura de Enrique Larreta ni de Benavente". Aquel ambiente le ayudó a completar -por lo menos- algunas obras maestras, como Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius o La lotería de Babilonia. Su siguiente trabajo en la Biblioteca Nacional siempre lo recordaría como el mejor, el más apacible de su vida. Onetti decía, también, que su etapa más feliz la vivió al frente de las Bibliotecas de Montevideo. La dictadura uruguaya le apeó sin miramientos del cargo en 1975 y, años después, ya en Madrid, ya acostado, añoraría todos aquellos libros que había dejado atrás.





Vargas Llosa en su biblioteca de Lima.



Las bibliotecas animan a las musas, nos dice Esteban: "Todos los autores que aquí aparecen escribieron algunas de sus obras en las bibliotecas. Algunos de ellos trabajaron mucho en bibliotecas después de abandonar su trabajo en ellas, como Vargas Llosa, que nunca ha dejado de visitar las bibliotecas de los lugares donde ha vivido, para escribir sus novelas en ellas". El autor de La fiesta del Chivo siente predilección por la British Library, la Biblioteca Nacional de París, la Pública de Nueva York y la de la Universidad de Harvard. Hoy, dice, visita menos estos centros, pero a cambio posee riquísimas bibliotecas en cada una de sus casas casi siempre aboardilladas, todas enormes, luminosas y con librerías debidamente, obsesivamente colocadas.



Otro de los casos consignados en el libro es el de Giacomo Casanova, que escribió en su retiro de la biblioteca de Bohemia, durante trece horas diarias que se le iban "como trece minutos", sus célebres memorias. O el de Stephen King, lector prosaico, que conoció a su mujer, que era poeta, en la biblioteca en que trabajaba, en Maine. O el de Perec, que trabajó casi veinte años en una y cuando al fin alcanzó el éxito y pudo abandonarla, le sobrevino el cáncer y murió. Antes, durante su etapa de archivero, había ideado novedosísimos sistemas para ordenar los libros. La vida terrible de Solzhenitsyn se endulzó, de inicio, en la biblioteca de su tía Irina -a los diez años ya había devorado Guerra y Paz-, un paraíso que recordaría, y cómo, al visitar, años después, la "repulsiva" biblioteca de la cárcel, según su descripción algo así como "una moza rubia de complexión algo caballuna que hacía todo lo posible por estar fea". De ese cuchitril pudo obtener el autor de Archipiélago Gulag toda la literatura prohibida que quiso, pues, como él mismo recordaría tiempo después, "tras décadas de censurar y castrar todas las bibliotecas del país, la Seguridad del Estado se había olvidado de revolver en casa propia". A Proust lo estresó -quizás porque no cobraba, quizás porque a su quebradiza salud de asmático le resultó intolerable el polvo despedido por aquellos librazos al cerrarse- tener que ir cada día a ejercer de ayudante de un bibliotecario. Así que lo dejó.



Entre los latinoamericanos, predomina el culto al libro como herramienta de libertad, pues muchos pensaron que solo a través de ellos, de los libros y de su extensión al pueblo a través de bibliotecas y otros centros culturales, podría salir la región de la pobreza y el atraso. "Además de Borges -comenta Esteban-, para quien la biblioteca se asemejaba a un paraíso, tenemos a José Vasconcelos, el mexicano, quien estaba convencido que solo la lectura y la educación podían sacar a México y a muchos otros países de cualquier crisis espiritual, social, política o identitaria. Y algo parecido le pasaba a Rubén Darío, que consiguió un empleo en la Biblioteca Nacional y para quien una biblioteca significaba la única manera de instruirse espiritualmente y obtener una formación sólida".