Image: Napoleón y Josefina. Cartas, en el amor y en la guerra

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Letras

Napoleón y Josefina. Cartas, en el amor y en la guerra

La editorial Fórcola publica casi trecientas cartas de la correspondencia entre Napoleón y Josefina. Adelantamos las primeras páginas del libro.

15 mayo, 2014 02:00

La editorial Fórcola publica, por primera vez traducida al castellano por Ángeles Caso, Napoleón y Josefina. Cartas, en el amor y en la guerra, una recopilación de la ingente correspondencia dejada por el matrimonio imperial a lo largo de los trece años que permanecieron juntos.

Esta correspondencia sirve como testimonio de la inestable y -a veces- tormentosa relación entre ambos, pero también como diario de batalla de Napoleón, un hombre tan fiero y firme en la guerra como inseguro y celoso en el amor. A lo largo de los trece años que duró el matrimonio, la correspondencia fue continua, ininterrumpida, y gran parte de ella se ha perdido. Sólo se conservan cinco cartas de las enviadas por Josefina a Bonaparte y doscientas sesenta y cinco de Bonaparte a Josefina. Ángeles Caso ha sido la encargada de recopilar las cartas. Según afirma en el prólogo, su tarea no ha sido fácil, pues estas nunca habían sido agrupadas. Una pequeña parte de esa correspondencia, ocho cartas escritas por Napoleón, fue publicada en 1824 en una edición facsimilar. En 1833, Hortensia de Beauharnais hizo editar una selección de la correspondencia convenientemente elegida y censurada para embellecer la imagen de su madre y su padre adoptivo. A lo largo del siglo xx, diversos investigadores fueron añadiendo otros hallazgos a los ya conocidos, hasta completar el total que reúne este libro.

Aquí puede leer las primeras páginas y algunas de las cartas:


A finales del verano de 1795, París se había convertido en la ciudad más divertida y frívola del mundo. La capital de la República Francesa acababa de atravesar el sangriento periodo revolucionario de los seis años previos, que transformó la historia del mundo pero dejó una inevitable estela de violencia y dolor, y en aquel año iii de la nueva era parecía haberse lanzado a un constante desenfreno.

Muy pronto, el 26 de octubre, el Directorio sustituiría a la Convención Nacional, irremediablemente ligada a nombres cuya simple mención causaba espanto: Jacobinos, Te-rror, Robespierre. Todo aquello había terminado doce meses atrás, con el golpe de Estado del 9 de termidor del año ii (27 de julio de 1794). Tras el final del periodo de poder de aquellos puritanos crueles, una energía explosiva comenzó a recorrer las calles: a pesar de las incesantes amenazas de los ejércitos extranjeros, los parisinos parecían más dispuestos que nunca a disfrutar de la vida. Quienes podían, se enriquecían descaradamente financiando gobiernos, sirviendo como tramposos proveedores a las tropas o revendiendo bienes incautados en los tiempos radicales. La elegancia y el lujo, después de las modas desaliñadas de los años anteriores, se hacían imprescindibles. Los hombres volvían a valorar los buenos cortes, las telas caras y los adornos de todo tipo. Y las damas que podían permitírselo, las Merveilleuses, se mostraban en público casi desnudas, apenas cubiertas por finas túnicas de lino, de seda o de gasa. Se sucedían los bailes, las fiestas, los banquetes. Y los salones abrían de nuevo sus puertas en las grandes residencias para acoger como en el pasado a todas las gentes importantes de la ciudad, aunque ahora, eso sí, los orígenes sociales y hasta las ideologías se entremezclaban sin prejuicios. Al mismo tiempo, todos parecían haber olvidado su propia historia de los años recientes, como si ninguno de ellos -políticos, financieros, grandes comerciantes, militares, intelectuales o artistas- hubiera tenido nada que ver con la incesante caída de la guillotina sobre tantos cuellos.

En uno de esos salones, en aquel comienzo del otoño del año iii, se encontraron por primera vez dos personas que hasta entonces formaban parte de la gran masa de seres anónimos y que ahora, juntas, llegarían a convertirse en poco tiempo en dos grandes personajes de la historia: el general de brigada Napoleón (Napoleone) di Buonaparte y la ciudadana Rose Tascher de La Pagerie, viuda Beauharnais.

La viuda Beauharnais era una de las mujeres de moda en París y, a sus treinta y dos años bien disimulados, tenía una vida agitada y aventurera a sus espaldas. Marie-Josèphe-Rose Tascher de La Pagerie -ése era su pomposo nombre completo, aunque todos la conocieran entonces como Rose de Beauharnais- había nacido en la isla francesa de Les Trois-Îlets, en la Martinica, en 1763, en una familia de colonos de la pequeña nobleza que poseía allí una plantación de caña de azúcar donde trabajaban más de trescientos esclavos. A los dieciséis años, Rose se trasladó a Francia para contraer matrimonio con un hombre al que ni siquiera conocía, el vizconde Alexandre de Beauharnais. Fue un matrimonio desdichado, lleno de infidelidades y derroches por parte del marido, del que nacieron sin embargo dos hijos, Eugenio (Eugène) y Hortensia (Hortense), futuros hijos adoptivos de Napoleón.

La pareja terminó por separarse físicamente, aunque el Terror volvió por desdicha a unirlos. Beauharnais, que guardaba un profundo rencor a la monarquía porque su perte-nencia a la pequeña nobleza no le permitía formar parte de la corte, se había apuntado alegremente a la facción más radical de la Asamblea Constituyente, la de los Jacobinos. Junto a ellos llevó a cabo una breve carrera política y militar, llegando a ser general de división. Sus esfuerzos terminaron sin embargo de manera trágica: en enero de 1794 fue encarcelado, juzgado por traición y conspiración y finalmente guillotinado.

En la famosa prisión de los Carmelitas donde permaneció hasta su muerte, le acompañó durante aquellos meses de encierro su esposa, también detenida. Pero incluso dentro de los muros del antiguo convento, el matrimonio siguió llevando vidas independientes, y cada uno de ellos estableció en la cárcel su propia relación amorosa, algo muy habitual en aquellas abigarradas prisiones de la Revolución, donde muchos intentaban matar el tiempo reproduciendo las diversiones del exterior, con sus galanterías y sus mesas de juego. En los Carmelitas, Rose se convirtió en la amante del general Hoche2, al que el terrible Comité de Santé Publique había acusado igualmente de traición. También inició una profunda amistad con otra de las futuras reinas del París del Directorio, Teresa Cabarrús, mujer de vida aún más aventurera que la suya. Teresa era hija del financiero español Francisco Cabarrús, fundador del Banco de San Carlos. En 1794, tenía veintiún años, un matrimonio fracasado con el conde de Fontenay, un hijo ilegítimo y una relación amorosa con un revolucionario poderoso, Jean-Lambert Tallien. Esa pasión propició el golpe de Estado del 9 de termidor del año ii, instigado y protagonizado precisamente por Tallien, que ansiaba salvar a su amada de la muerte. Tan sólo al día siguiente, Robespierre era guillotinado. El Terror había llegado a su fin.

Rose y Teresa salieron rápidamente de la prisión, dispuestas a seguir adelante como fuera en medio de aquella situación turbulenta. Incapacitadas para trabajar por su condición social, pero empobrecidas por las circunstancias de la Revolución y de sus respectivos matrimonios infortunados, ambas eran conscientes de que su mejor instrumento para sobrevivir era su propia belleza y una cierta ligereza de costumbres que en aquel ambiente agitado no estaba en absoluto mal vista. Y ambas tenían razones de sobra para sentirse seguras respecto a sus posibilidades. Muchos años más tarde, cuando dictaba sus memorias al conde Emmanuel de Las Cases en Santa Elena, Napoleón recordaba así a la Teresa de aquellos tiempos: "Madame Tallien era tan bonita, que daban ganas de comérsela a mordiscos. Me encantaba besarle los brazos y todo lo que me dejara". En cuanto a Rose Tascher de La Pagerie, un contemporáneo la describía con estas palabras:

"El equilibrio de su humor, su fácil carácter, la bondad que animaba su mirada y que expresaban tanto sus palabras como el tono de su voz; cierta indolencia natural en las criollas, que se dejaba sentir en sus actitudes y en sus movimientos, y de la que ni siquiera se desprendía cuando se apresuraba a hacer un favor; todo aquello le confería un encanto que se igualaba a la resplandeciente belleza de sus dos rivales, Madame Tallien y Madame [Julie] Récamier. Es más, aunque tenía menos esplendor y frescura que ellas, gracias a la regularidad de sus rasgos, a la elegante ligereza de su silueta, a la dulce expresión de su fisonomía, también ella era hermosa".

Teresa contrajo enseguida matrimonio con su salvador Tallien, y se instaló en una lujosa casa en los Campos Elíseos, paradójicamente llamada La Chaumière (La Choza), que pronto se convirtió en uno de los lugares de reunión de toda la gente destacada de la ciudad. En cuanto a Rose, para mantener un nivel de vida decentemente lujoso -al que se sentía incapaz de renunciar-, se vio obligada a contraer deudas y a repartirse entre varios amantes, que solían hacerse cargo de ellas: el general Hoche y el marqués de Caulincourt, entre otros. Y, por supuesto, el inevitable director Barras.

Paul Barras fue sin duda uno de los personajes clave del Directorio, y no sólo por su propio peso político y social, sino también por sus famosas Memorias -publicadas por primera vez en 1895-, un documento que, a pesar de sus muchas mixtificaciones, aporta datos importantes sobre la época. El vizconde de Barras era otro miembro de aquella pequeña nobleza de provincias que tanto protagonismo tuvo en esos años. Un hombre vividor, cínico y con pocos escrúpulos, buenas características para medrar en medio de la tumultuosa situa-ción posrevolucionaria.

Tras una mediocre carrera militar en las tropas del rey, en 1789 se adhirió al club de los Jacobinos y fue uno de los diputados de la Convención que votaron a favor de la muerte de Luis XVI. Volvió a tomar las armas con el ejército revolucionario y, de alguna manera, "descubrió" al joven capitán de artillería Napoleón Buonaparte al encargarle a finales de 1793, en un momento clave, la defensa de las costas de la Provenza. Fue uno de los protagonistas del golpe de Estado contra Robespierre y se convirtió desde sus inicios en el hombre de más peso del Directorio, compuesto en principio por cinco personas. Además de por su amor al lujo, Barras era famoso por su harén, por el que pasaron durante años las mujeres más atractivas de París, aunque siempre se sospechó de su posible homosexualidad o, al menos, bisexualidad.

A comienzos del otoño de 1795, Rose Tascher de La Pagerie era aún su amante oficial, pero pronto sería reemplazada por su amiga, Madame Tallien, quien, algunos meses después, y separada ya de su segundo marido, se instalaría abiertamente con Barras en su palacio de Grosbois, ejerciendo de "reina del Directorio". Por el momento, Teresa Cabarrús seguía viviendo en La Chaumière y allí recibía magníficamente a su círculo de amistades. Justo en esas semanas, poco antes de la formación del Directorio, un nuevo invitado hizo su aparición, llevado a los salones de Madame Tallien de la mano de su protector Barras: el oficial Napoleón Buonaparte, que había alcanzado ya el grado de general de brigada.

Los galones no parecían servirle en aquel momento de gran cosa al oficial corso de veintiséis años -otro miembro de la pequeña nobleza-, que andaba por París sin destino y sin dinero, pues sólo cobraba la mitad de su sueldo. Su situación era tan lamentable, que se traslucía claramente en su aspecto: flaco y amarillento, usaba ropa ajada y botas deslustradas, y ni siquiera poseía un par de guantes. Stendhal, que tanto lo admiró, lo recordaba así en aquella época: "[Era] el ser más delgado y más raro que había visto nunca. Siguiendo la moda del momento, llevaba unas inmensas 'orejas de perro' que le caían hasta los hombros. El aspecto del general Bonaparte no inspiraba confianza. La levita que llevaba estaba tan gastada, y todo él tenía un aire tan miserable, que me costó creer que aquel hombre fuese un general". El futuro amo de Europa vivía en una mala habitación realquilada y pasaba hambre: sólo podía permitirse una comida diaria, normalmente la cena, y al mediodía tenía que contentarse con una taza de café.

Teresa Cabarrús, hermosa como pocas, le tenía deslumbrado. Tanto, que en algún momento, enardecido, llegó a pedirle que se divorciara y se casara con él, algo que provocó la risa de la dama, que sin duda aspiraba a cosas mejores. Lo que sí le concedió, a cambio del rechazo de su mano, fue un uniforme nuevo, que mejoró un poco su triste aspecto. Aunque, desde luego, no lo suficiente para atraer a ninguna de aquellas mujeres elegantes que frecuentaban los salones donde se hacían y deshacían los prestigios, se corrompían las conciencias y se premiaban las lealtades ciegas. No parece probable que Rose de Beauharnais, que necesitaba grandes bolsas para mantener su lujoso tren de vida, le prestara demasiada atención en aquellos momentos. Al menos, no hasta que la insurrección monárquica del 13 de vendimiario del año iv (5 de octubre de 1795) le convirtió en el héroe del momento.

En esa fecha, aprovechando la debilidad de la Convención Nacional, diversas secciones nacionales que intentaban restablecer la monarquía, apoyadas por guardias nacionales, trataron de asaltar el palacio de las Tullerías, sede de la Convención. Paul Barras fue encargado por ésta de dirigir las tropas. Pero, consciente de sus limitaciones militares, buscó rápidamente a Napoleón Buonaparte, aquel general desharrapado que ya había colaborado con él. Napoleón masacró a los insurrectos, dejando al menos trescientos cadáveres sobre las escaleras de la iglesia de Saint-Roch. A nadie le conmovieron demasiado los muertos en aquellos tiempos habituados a la crueldad. Por el contrario, ese acto estuvo en el origen de la imparable fortuna de Napoleón: mientras se establecía el Directorio, fue ascendido a general de división y enseguida nombrado comandante del ejército del Interior, siempre con el apoyo de Barras, el hombre fuerte del nuevo régimen.

Napoleón buscaba en esos precisos momentos una esposa. Era consciente del peso de las mujeres en la sociedad parisina de la época, y de cómo el apoyo de alguna de aquellas damas gloriosas podría alzarle muy alto. En realidad, estaba prometido con una joven marsellesa, Désirée Clary, pero durante su estancia en París, y ante la incertidumbre de su situación, ha-bía llegado a la conclusión de que le interesaba mucho más una esposa con buenas relaciones en el gobierno3. El propio Barras le había aconsejado que contrajera matrimonio para resolver sus problemas económicos y hasta le había buscado una candidata, una antigua actriz poseedora de una buena fortuna, pero que ya había cumplido los setenta y cinco años. Napoleón estaba necesitado, aunque quizá no tanto, y aquel matrimonio no llegó a celebrarse.

Entonces alguien puso sobre la mesa el nombre de Rose de Beauharnais. Fueron varios los casamenteros que intervinieron ante el uno y la otra para tratar de convencer a ambos de que aquélla sería una buena boda. Madame Tallien y Barras desde luego participaron de la intriga, quizá porque ellos mismos estaban a punto de iniciar una relación en la que Rose, hasta entonces amante oficial de Barras, iba a estar de más. Unos se dedicaron a susurrarle a ella al oído que aquel general de mal aspecto estaba llamado a llegar muy lejos. Otros -o, mejor dicho, los mismos- se empeñaron en hacerle creer a él que la viuda Beauharnais era una mujer decente y rica, cuya nueva residencia en el lujoso faubourg Saint-Germain -un palacete en la calle Chantereine- era mantenida por ella misma gracias a su fortuna, y no a sus deudas y relaciones.

Napoleón se mostró al principio un poco dubitativo. Pero Rose decidió lanzarse rápidamente a la conquista, ansiosa de encontrar un marido que la salvara de la incertidumbre de una existencia que, ahora que empezaba a perder la juventud, podía volverse cada vez más complicada. De hecho, la primera carta entre ellos que se conoce, fechada el 28 de octubre de 1795, es una breve nota de la viuda Beauharnais recriminándole que no vaya a verla.

Rose -a la que Napoleón enseguida empezó a llamar Josefina (Joséphine), para no pronunciar un nombre utilizado antes que él por demasiados hombres- supo desplegar todos sus encantos ante su presa. Y la presa se dejó enredar fácilmente en la trampa: tan sólo seis meses después de esa primera invitación, el 9 de marzo de 1796, el general Buonaparte y la ciudadana Josefina de Beauharnais contraían matrimonio civil en el ayuntamiento parisino, con la documentación de la novia, por cierto, levemente falsificada: Josefina se había quitado de golpe cuatro años. Ahora tenía supuestamente veintinueve, sólo dos más que el novio. No hubo grandes festejos. La familia Bonaparte ni siquiera había sido avisada: Napoleón preveía, con razón, que no aceptarían bien su matrimonio con aquella mujer mayor que él, viuda y madre de dos hijos. Y, para colmo de desdichas para una corsa tan estricta como Madame Laetitia -la matrona de la saga-, criolla y de cos-tumbres ligeras. A la ceremonia sólo asistieron cinco testigos, entre ellos Tallien y el ex amante Paul Barras. Quizá no fuera una gran boda, pero sí parecía prometedora para el futuro de ambos contrayentes. El clan de Barras cerraba filas, dispuesto a proteger y hacer enriquecerse a los suyos.


Cartas de Josefina a Bonaparte

Carta 1

6 de brumario por la tarde

[28 de octubre de 1795]

Habéis dejado de venir a ver a esta amiga que os quiere; la habéis abandonado por completo; hacéis mal, porque ella os tiene mucho cariño.

Venid mañana septimi a comer conmigo.

Tengo que veros y hablaros de vuestros asuntos.

Buenas noches, amigo mío, os beso.

Viuda de Beauharnais


Cartas de Napoleón a Josefina

Carta 1

6 de brumario del año IV

[28 de octubre de 1795]

No entiendo qué es lo que ha podido dar lugar a vuestra carta.

Os ruego que hagáis el favor de creer que nadie desea tanto vuestra amistad como yo, ni está más dispuesto que yo a hacer lo que sea para demostrarlo. Si mis ocupaciones me lo hubiesen permitido, yo mismo habría ido a llevaros esta carta.

Buonaparte


Me despierto lleno de ti. Tu retrato y el recuerdo de la emmbriagadora velada de anoche no han permitido que mis sentidos descansen.

¡Dulce e incomparable Josefina, qué extraño efecto causáis en mi corazón! ¿Os enfadáis? ¿Os veo triste? ¿Estáis preocupada? Mi alma se rompe de dolor, y vuestro amigo no encuentra reposo... Pero ¿lo encuentro acaso cuando, entregándome al sentimiento profundo que me domina, extraigo de vuestros labios, de vuestro corazón, una llama que me quema?

¡Ah! ¡Cómo me di cuenta esta noche de que vuestro retrato no sois vos!

Te vas al mediodía, te veré dentro de tres horas.

Entretanto, mio dolce amor, recibe mil besos, pero no me des ninguno, pues queman mi sangre.

B. P.


[Febrero de 1796]

Me separé de vos llevando conmigo un penoso sentimiento. Me acosté muy enfadado. Me parecía que la estima que mi carácter merece debía alejar de vos los últimos pensamientos que os agitaban ayer noche. Si ellos predominasen en vuestra mente, vos seríais muy injusta, señora, ¡y yo muy desdichado!

¡¡¡Habéis pensado que no os quiero por vos misma!!!

Entonces, ¿por qué? ¡Ah, señora! ¡Mucho tendría que cambiar! ¿Cómo ha podido un sentimiento tan vil ser concebido por un alma tan pura? Aún estoy sorprendido, aunque todavía lo estoy más del sentimiento que, nada más despertarme, me ha vuelto a llevar sin rencor y sin voluntad ante vos. Es cierto, no se puede ser más débil, no cabe mayor degradación. ¿Cuál es tu extraño poder, incomparable Josefina? Un pensamiento tuyo envenena mi vida, divide mi corazón entre los deseos más opuestos, pero un sentimiento más fuerte, un humor menos sombrío vuelve a ligarme a ti, y me lleva y me conduce, incluso siendo a tus ojos culpable.

Sé muy bien que si tú y yo nos peleamos, tendrás que recusar mi corazón y mi conciencia: tú los has seducido, y son tuyos.

Y tú, mio dolce amor, ¿has descansado bien? ¿Has pensado en mí al menos un par de veces? Te doy tres besos: uno en el corazón, uno en la boca, uno en los ojos.

Buonaparte